La crisis financiera en que se ha precipitado Turquía, arrastrada por una estrepitosa pérdida en el valor de su moneda, la lira, ha causado enorme preocupación alrededor del mundo. Razones sobran. Están de por medio, al menos, dos elementos esenciales. Uno es el relativo bienestar y la estabilidad de una de las economías más grandes del Cercano Oriente y de un país clave para la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la gran alianza defensiva occidental. El otro es la posibilidad de que sus profundos desajustes generen un “efecto contagio” con graves repercusiones en varios e importantes países emergentes muy endeudados en dólares y euros. Si esta situación se extendiera, podría llegar incluso a Costa Rica.
La principal razón estructural del colapso turco ha sido su excesivo endeudamiento, público y privado, en el exterior, al que se suman políticas nacionales autoritarias y desacertadas, además de una confrontación política y comercial con Estados Unidos. Por eso, es posible suponer que economías con similares niveles de endeudamiento, pero relaciones internacionales más apacibles y mayor disposición y capacidad para corregir sus desequilibrios, eviten contagiarse. Sin embargo, no se puede descartar una reacción más generalizada de los inversionistas, con efectos de más amplio espectro.
El alto endeudamiento de Turquía y otros países se alimentó de tipos de interés bajos en Estados Unidos y Europa, que pusieron a su disposición abundantes capitales deseosos de mejores réditos. Pero mientras el endeudamiento público y privado crecía, en el caso turco las finanzas estatales comenzaron a deteriorarse y la inflación a crecer con rapidez. Su Banco Central, sometido al autoritarismo del presidente Recep Tayyip Erdogan, no aplicó a tiempo las políticas necesarias para combatir el incremento de precios y evitar la salida de capitales. Esto creó un entorno propicio para la crisis, que se aceleró cuando los tipos de interés iniciaron una evolución hacia el alza en los mercados europeos y, particularmente, el estadounidense, y el dólar comenzó a apreciarse.
En estas condiciones, la pregunta no era si sobrevendría una crisis de tipo de cambio en Turquía, sino cuándo esta adquiriría el dramatismo que ha experimentado en semanas recientes. El golpe de gracia lo dio el presidente Donald Trump. Tras largas e infructuosas negociaciones para lograr la liberación de un pastor estadounidense detenido de manera arbitraria, su gobierno impuso sanciones a dos ministros turcos directamente relacionados con el caso; Turquía decretó medidas similares, a las que Trump respondió con un incremento en aranceles al aluminio y el acero. Se inició así una guerra comercial con un futuro muy incierto. Durante la pasada semana, la lira llegó a perder casi el 20 % de su valor, aunque luego se recuperó levemente; en lo que va del año, la devaluación ronda el 40 % respecto al dólar.
Las condiciones estructurales, esencialmente alto endeudamiento en dólares y euros, que generaron el desplome turco existen en otros países. Sin embargo, su reacción ante el riesgo y las corridas de capitales ha sido distinta. Por ejemplo, recientemente, Argentina subió drásticamente sus tipos de interés y suscribió un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para reforzar sus defensas financieras y evitar una mayor salida de capitales. Otras economías con vulnerabilidades similares también han tomado medidas y, en general, sus condiciones son mucho más estables que las prevalecientes cuando la crisis mexicana de 1994, la asiática de 1997 y la rusa de 1998, que sí se extendieron mucho más allá de sus fronteras.
Las condiciones de Turquía, con la mezcla de alta exposición a la deuda externa, alta inflación, déficit fiscal y comercial elevados y un gobierno autoritario alejado de la realidad, son muy peculiares. La esperanza, entonces, es que los mercados financieros internacionales, lejos de dejarse llevar por un “contagio” casi automático, sean capaces de discernir las distintas condiciones, capacidades y voluntades de los países emergentes para afrontar los desafíos del financiamiento externo.
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En este contexto, Costa Rica, con altos niveles de endeudamiento externo, tanto en el sector público como en el privado, debe ser muy cuidadosa. Ya estamos sufriendo el impacto de intereses más altos; también existe una creciente duda de las agencias calificadoras de riesgo sobre nuestra capacidad para solventar la crisis de las finanzas públicas. Cómo absorber esta presión y cómo evitar que, en medio de nuestra precaria situación fiscal, la confianza de los inversionistas sufra un agudo deterioro, son desafíos de suma importancia. Debemos asumirlos con gran responsabilidad y sentido de urgencia. De lo contrario, nuestra exposición al contagio, ya de por sí alta, podrá agudizarse más.