“Me hastía volver a contar sus desatinos”, dice nuestra distinguida columnista Velia Govaere sobre la defensora de los habitantes. Tiene razón y compartimos el hastío, pero ¿qué hacer si cada par de días hay una noticia nueva e indignante? La última actuación ofrece de donde escoger, como en un vodevil, para utilizar el símil propuesto por la propia columnista.
Si las pretensiones de funcionaria intocable y la búsqueda de argumentos legales para construir un muro de contención frente a la Asamblea Legislativa no indignan, quizá lo haga la declaratoria de confidencialidad de esas gestiones.
El sistema interno de información de la entidad fue creado para garantizar la transparencia de un despacho cuya magistratura de influencia depende de su disposición a ser el mejor de los ejemplos, pero justamente ahí aparece como confidencial la consulta a la Dirección de Asuntos Jurídicos sobre la relación entre el Congreso y la Defensoría: “¿Define o no la Ley de la Defensoría de los Habitantes de la República a la Asamblea Legislativa como superior jerárquico, en términos administrativos y disciplinarios, de la Defensoría?”.
Si la Defensoría no es transparente, no puede pedir apertura al resto del aparato estatal, y es muy difícil explicar por qué pretende mantener oculta una pregunta tan básica, quizá necia, porque las respuestas están en la ley rectora de la institución. Según el artículo segundo, está adscrita al Poder Legislativo y desempeña sus actividades con independencia funcional, administrativa y de criterio.
Eso no impide que la Asamblea Legislativa pueda cesar al jerarca si se cumplen las causales preestablecidas, entre ellas la “negligencia notoria o por violaciones graves al ordenamiento jurídico en el cumplimiento de los deberes de su cargo”. Los siguientes artículos establecen el procedimiento para investigar las actuaciones de quien ocupe la alta posición.
No obstante, la exploración de los vericuetos de la ley se hace innecesaria vista la fuerte erosión de la autoridad de la defensora, la desconfianza de algunos sectores del Congreso y el llamado a la renuncia presentado por 82 funcionarios de la institución y su plana ejecutiva, constituida por los directores de sección. En esas circunstancias, la ineficacia de la entidad está garantizada mientras Catalina Crespo la encabece.
Ella debe saberlo. Si a estas alturas no lo supiera, carecería de condiciones para ejercer el cargo, y, si sabiéndolo permanece en él, no puede escapársele el daño causado a la Defensoría, cuya importancia es directamente proporcional a la autoridad moral de quienes la gobiernan.
La confidencialidad de la consulta a la Dirección de Asuntos Jurídicos no es excepcional. La defensora había preguntado anteriormente a la Contraloría General de la República sobre la posibilidad de reformar el Consejo de Directores, cuyos miembros la habían instado a renunciar. Después de la consulta, la reforma se hizo y el Consejo se transformó en una entidad decorativa, nombrada por la defensora. La Contraloría se apresuró a aclarar que ninguna respuesta suya a la consulta “confidencial” pudo servir de base para la reforma.
La situación de la defensora es políticamente insostenible, para no caer en el hastío de contar sus demás desatinos, como dice nuestra columnista. Hay muchas otras razones, de sobra conocidas, pero, ante todo, una institución encargada de velar por los derechos humanos no merece un jerarca insensible a su descrédito. La renuncia de Catalina Crespo se impondría aunque ella encontrara asidero legal para quedarse. No se trata de ella, sino de la institución.