Un hombre, adicto a las drogas, vendía pequeñas cantidades de marihuana en las inmediaciones del parque de La Aurora, en Heredia. Fue detenido en el 2013, a los 20 años, y la experiencia le sirvió para enderezar su conducta. Libre de la adicción, consiguió trabajo, fundó una familia y avanzó en su educación. Su comportamiento a partir de entonces es intachable.
Es un relato feliz, de no ser porque nuestra justicia, ni pronta ni cumplida, acaba de celebrar el juicio en su contra y la ley fija un castigo mínimo de ocho años de cárcel. Si la apelación planteada por sus defensores no prospera, encerraremos a un hombre de bien, por un delito menor, cometido hace ocho años. También estigmatizaremos a su familia y la condenaremos a arreglárselas sin el producto de su trabajo honrado, además de arrebatarle al padre y esposo.
El esfuerzo de rehabilitación hecho por el imputado no tendrá recompensa, salvo el internamiento en la escuela de delincuencia del sistema penitenciario. Por suprema ironía, la reinserción social lograda por sus propios medios será interrumpida por un Estado que pregona la intención de rehabilitar al reo y reinsertarlo en la sociedad. Tanto como una injusticia, es una insensatez.
Los jueces lo reconocen, pero no pueden evitarlo. Esa circunstancia indica graves deficiencias en la graduación de la pena. La ley, en este caso, se aparta del sentido común. También plantea la necesidad de reconsiderar la represión penal de las drogas según la sustancia, cantidad y otras circunstancias. El joven vendió a un policía encubierto menos de tres gramos de marihuana, una cantidad accesible para cualquier comprador legal en varios estados de la unión norteamericana, países europeos e incluso de América Latina.
Los jueces, conscientes de la inevitable injusticia, afirman en la sentencia: «Toma en cuenta el ente juzgador que el imputado para el momento de los hechos (2013) era adicto a las drogas. Pese a ello, ha podido superarse y salir adelante de manera ejemplar, ha logrado obtener la confianza de personas adultas mayores con quienes trabaja (...), tiene familia, es un hombre joven y ha podido permanecer de manera estable en labores que le han permitido ganarse la vida de manera lícita después de haber pasado por este proceso, que resulta desgastante para cualquier persona que lo sufre». Más adelante, afirman: «Se valora que es una persona de limpios antecedentes. Este Tribunal es consciente de que la pena dispuesta para estas acciones desplegadas por el imputado es muy severa».
Tan claro es el despropósito de internar al joven en un centro penitenciario que los jueces recomiendan, en «el menor plazo posible, pasarlo a un régimen de confianza» para evitar un internamiento prolongado que podría dar al traste con el progreso alcanzado durante sus años de libertad.
Si la apelación no prosperara, la presidencia podría considerar el indulto, pero el caso debe prestarse para un debate más amplio sobre la gradualidad de la pena, su proporcionalidad, la relación con el daño causado y el grado de involucramiento del reo en el narcotráfico. Una cosa es la venta de marihuana al menudeo y otra la criminalidad organizada para trasegar kilos de cocaína. También hay grandes diferencias entre el traficante a gran escala y el vendedor adicto, necesitado de financiar su vicio, pero recuperable mediante tratamiento. En el primer caso, no cabe duda del propósito de lucrarse mediante el emprendimiento criminal. En el segundo, se trata más de un asunto de salud pública y, en esas circunstancias, la respuesta del Estado no puede tardar ocho años.