La democracia más estable de América Latina celebra hoy, orgullosa, una nueva jornada electoral, en paz y con la confianza depositada en la pureza del sufragio y el pleno respeto a la voluntad de los ciudadanos. La campaña fue atípica, por su brevedad, la indecisión de los electores y la cada vez más marcada escasez de signos externos, antaño tan abundantes.
Las identidades partidarias son menos firmes y los hechos de 1948, hasta hace pocas décadas determinantes de las preferencias políticas, dejaron de serlo. Los partidos emergentes no logran desempeñar el papel hasta hace poco asignado a los tradicionales y todos se muestran debilitados, con menos proyección hacia diversos sectores sociales, sean las organizaciones laborales, los grupos etarios u otros.
Los electores se dicen desencantados y además de renunciar a la identidad partidaria se muestran escépticos frente a la política y sus practicantes. Hay una profunda desconfianza, acrecentada por las recientes conmociones en todos los poderes del Estado salvo, afortunadamente, el electoral.
No obstante, el costarricense sigue creyendo en el sistema democrático, quizá con la mesura de Churchill, quien lo estimaba el peor, salvo por los demás. Hoy los ciudadanos saldrán a votar, no en los porcentajes históricos de hace un par de décadas, pero sí en los números relativamente saludables de los años cincuenta y sesenta.
El abstencionismo de las últimas elecciones sigue entre los más bajos de América en un país donde la obligatoriedad del sufragio no está respaldada por sanción alguna, a diferencia de lo que ocurre en algunas naciones hermanas. El costarricense vota porque estima importante hacerlo. El cumplimiento de ese deber, cada cuatro años, revitaliza el régimen democrático y renueva el compromiso de los ciudadanos con el sistema.
El costarricense no confunde a la democracia con la asistencia a las urnas y comprende la importancia de la armazón institucional que ampara el ejercicio de los derechos humanos y las libertades públicas. No elegimos autócratas, sino gobernantes sometidos a la ley y limitados en el ejercicio del poder por la ley misma.
Las virtudes de nuestra democracia no impiden reconocer la necesidad de hacer cambios. Es hora de plantearnos los ajustes necesarios para adaptar las instituciones a una sociedad en constante y rápida transformación, al impulso de la tecnología y el desarrollo.
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Por ejemplo, nunca tuvimos, en 54 años desde la adopción de la Constitución de 1949, una segunda ronda electoral. En cambio, hoy podría ser la tercera ocasión en tres lustros. Las segundas rondas se están haciendo frecuentes merced a los cambios en el panorama político, pero la Asamblea Legislativa queda definitivamente integrada cuando cierran las urnas de la primera vuelta. En la práctica, elegimos el Congreso antes de escoger al presidente. Es hora de repensar el orden, porque puede resultar, como sucedió hace cuatro años, en la elección de un Ejecutivo sin respaldo parlamentario.
También es hora de pensar en una revisión del sistema de elección del Congreso. El fraccionamiento político podría desembocar en la elección de gran número de diputados por subcociente y residuo, con lo cual es posible una desproporción entre el número de votos obtenido por una agrupación y el tamaño de su bancada legislativa. En las circunstancias, eso prácticamente depende de la suerte.
La elección de hoy es trascendental. La próxima administración tendrá la tarea de enfrentar serios retos en materia de finanzas públicas y organización del Estado. No podremos evitar las consecuencias de las decisiones adoptadas por los nuevos gobernantes. Hoy tenemos la oportunidad de moldearlas cumpliendo el deber y aprovechando el privilegio de votar.