El contundente y casi inevitable triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales de Brasil genera profundas inquietudes sobre el curso de la democracia en ese país y el resto de América Latina. Quienes creemos firmemente en ella como la mejor opción para conducir los asuntos públicos, respetar las libertades fundamentales e impulsar el desarrollo, tenemos razones de sobra para una enorme preocupación, no solo por lo que podrá venir (hasta ahora impredecible) una vez que asuma la presidencia, sino por lo que este resultado significa, como culminación de un proceso de deterioro generalizado y como advertencia a los dirigentes políticos más allá de sus fronteras.
Que un pueblo diverso, entusiasta, pacífico y con una larga trayectoria de tolerancia social haya elegido el domingo, con el 55 % de apoyo, a un exmilitar xenófobo, misógino, homófobo, defensor de la tortura, impulsor de la arbitrariedad y portador de un desbocado discurso de odio, revela cuán profundo es el hartazgo de los brasileños con la situación de su país y cuán desesperada su búsqueda de una salida –por muy riesgosa que sea– al estado de cosas actual. Constituye, a la vez, un feroz ajuste de cuentas contra los grupos y personajes que han dominado las decisiones políticas desde su retorno a la democracia, hace 34 años.
Las elecciones se dieron en medio de una explosiva conjunción de factores: la peor recesión económica de la historia brasileña contemporánea, con demoledoras consecuencias sociales; una creciente oleada de violencia delictiva e inseguridad ciudadana; un escándalo de corrupción múltiple, de extensión y profundidad inusitadas, que tocó a todos los actores políticos relevantes, pero, en particular, al Partido de los Trabajadores (PT) y sus principales dirigentes; un Estado agobiado por cargas y privilegios imposibles de financiar; y una estructura política con múltiples signos de disfuncionalidad.
Bolsonaro ha sido parte de todo ese sistema; la mejor prueba es que ha ocupado un asiento en la Cámara de Representantes durante siete períodos consecutivos, y no se ha mantenido al margen de las prácticas clientelistas frecuentes en Brasil. Sin embargo, tanto él como su Partido Social Liberal (irónico nombre) lograron separarse de los responsables de esos desastres múltiples en las percepciones de los ciudadanos y articular un mensaje que, a pesar de su truculencia, o quizá por ella, capturó un apoyo ascendente. De este modo, se convirtió en el “anti” más conspicuo, visceral y reconocido dentro de la oferta de candidatos.
En la primera ronda electoral, celebrada el 7 de octubre, las opciones más sensatas y moderadas fueron superadas por la polarización: Bolsonaro en la derecha más extrema posible y Fernando Haddad, del PT, en una izquierda relativamente moderada que, sin embargo, recibió el rechazo infranqueable de la mitad de la población. En medio de las contradicciones internas de su partido, a Haddad le resultó imposible articular un mensaje renovador que infundiera confianza en el electorado de clase media, pero su mayor enemigo fue la correcta percepción de que el PT había sido el epicentro de la corrupción durante los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, destituida por el Congreso en diciembre del 2015.
Junto a su discurso de exclusión y odio, Bolsonaro ha prometido una renovación y liberalización de las políticas económicas, algo que Brasil requiere. Sin embargo, esto no es razón para celebrar su triunfo. Por un lado, está por verse si realmente tendrá la voluntad de emprender las reformas propuestas y si contará con el apoyo necesario para lograrlo. Por otro, aun si lo hiciera y tuviera éxito, para nada eso justificaría las aberraciones y los riesgos democráticos en que se precipitará su país. Un posible incremento en la libertad económica para nada justifica el retroceso, casi seguro, en garantías individuales, tolerancia e integridad institucional que auguran el discurso, las actitudes y los acompañantes del candidato triunfante.
Tampoco es motivo para sentirse satisfechos por su victoria el hecho de que Bolsonaro haya asumido una actitud de rechazo hacia el régimen dictatorial de Nicolás Maduro en Venezuela porque la única trinchera legítima y verdaderamente eficaz para combatir las dictaduras de izquierda es la democracia, no el autoritarismo excluyente de la extrema derecha.
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Los “vientos” cosechados por el clientelismo, el estatismo desbocado, la corrupción, la ineptitud, el corporativismo y la miopía de amplios sectores políticos brasileños generaron la tempestad de Bolsonaro. La esperanza, aunque débil, es que las instituciones y dirigentes políticos responsables sean capaces de contenerla.
El deber de los demócratas en el resto de Latinoamérica es estudiar y aprender esta amarga lección y convertirla en incentivo para eliminar vicios, generar reformas, ser intransigentes ante la corrupción y articular las demandas de la población por las vías de una democracia eficaz y transparente.