Dos directrices del Poder Ejecutivo dirigidas a los bancos del Estado, firmadas conjuntamente por el presidente de la República y el ministro de Hacienda, satisfacen perfectamente un viejo y conocido refrán: lo que se hace con la mano se borra con el codo.
En efecto, las directrices números H-035 y H-036, publicadas en La Gaceta 230 del 26 de noviembre pasado, se enfocan sobre temas esenciales de la actividad normal de los bancos estatales: una para bien y la otra no. La primera les exige mejorar la eficiencia en sus operaciones para abaratar costos, reducir los márgenes de intermediación financiera y poder reducir las tasas de interés cobradas a los usuarios; la segunda resucita los arcaicos e inconvenientes topes selectivos de cartera, contrarios a la eficiente asignación de recursos, al obligarlos a modificar la composición porcentual del crédito para privilegiar actividades con problemas económicos, como agricultura, ganadería y pesca, industria y turismo. La eficiencia que persigue con la mano la borra con el codo.
Mejorar la eficiencia bancaria y reducir los márgenes de intermediación financiera –diferencia entre tasas pasivas promedio y tasas activas (préstamos) promedio– fue una de las grandes aspiraciones del (inconcluso) proceso de la liberalización cambiaria. Costa Rica tenía uno de los márgenes de intermediación financiera más altos del mundo, que castigaba principalmente a los deudores y hacía menos rentable una serie de proyectos que, con tasas activas más bajas, hubieran podido volverse rentables y contribuir al desarrollo del país. El margen ha venido bajando en los últimos años, pero se encuentra aún lejos de los prevalecientes en sistemas bancarios más eficientes.
El país sabe bien que parte del problema yace en las cargas que afectan la rentabilidad de los bancos estatales, como las contribuciones obligatorias (Conare, entre otras) que minan su rentabilidad y cuyos montos se trasladan a los usuarios. Esas cargas, desafortunadamente, se impusieron por ley, y solo la Asamblea Legislativa puede enmendarlas. Pero hay otras distorsiones que emanan de prácticas y vicios internos, como la frondosa burocracia cuyos costos y cargas sociales afectan la rentabilidad, al igual que los elevados salarios y el costo de las convenciones colectivas. Si se adelgazaran aún más, podrían beneficiar a los deudores y la producción.
La primera directriz parte de información promedio emanada de la Sugef: el indicador de eficiencia de la banca estatal es muy inferior al de sus homólogos de la banca privada. Ese indicador mide el porcentaje de las utilidades totales destinado a sueldos y salarios, regalías y gastos administrativos. En los públicos, era de un 78% a diciembre del 2014; en los privados, solo de un 55%. La Contraloría General de la República también señaló algunas debilidades en el reconocimiento de incentivos a los empleados por la productividad. Y aunque ya algunos bancos públicos, como el de Costa Rica, han comenzado a adelgazar su planilla y reducir sus márgenes de intermediación, en las altas esferas oficiales están persuadidos de que el esfuerzo se debe profundizar.
Dice la directriz en sus considerandos: “Al cierre del 2014, la banca estatal registró, en promedio, un indicador de eficiencia del 78%, nivel que podría sugerir una mala gestión por parte de las entidades financieras estatales”. Luego agrega: “El margen de intermediación financiera de la banca estatal aún se mantiene en una posición desventajosa respecto al que registran varios países de la región que compiten con el país en los mercados internacionales”. Entonces, los conmina a satisfacer una serie de razones técnicas emanadas del Plan de Cuentas Homologados de la Superintendencia General de Entidades Financieras, incluido el deber de mejorar la eficiencia “para reducir, cada uno, en un período de cuatro años, su indicador de eficiencia en al menos 15 puntos porcentuales, lo que para cada año el indicador de eficiencia de cada banco deberá reducirse en al menos 3,75 puntos porcentuales”. En relación con el margen de intermediación financiera, solicita reducirlo en un punto porcentual en un período de tres años (hasta el 2018), a razón de 0,33 puntos porcentuales cada año. Lástima que no se inició desde el 2014.
Como se puede apreciar, las metas son muy precisas y puntuales. No dan margen para la interpretación. El corolario es que las tasas de interés activas deberán bajar, so pena de hacer incurrir a los directores y demás responsables en incumplimiento de deberes, al tenor de lo dispuesto en la Ley General de Administración Pública. Complementa, además, el Plan Impulso para bajar las tasas de interés y da carta blanca a las juntas directivas para remover personal redundante, una necesidad sentida por muchos.
En cambio, la segunda directriz abraza un retroceso en el proceso de modernización financiera. Parte de constatar que el crédito se ha venido orientando hacia ciertos sectores y no los políticamente más consentidos. Dice uno de los considerandos: “Un 75% del crédito total otorgado por estas entidades estaba concentrado en cuatro actividades (consumo, comercio, servicios y vivienda), en tanto sectores como la agricultura, turismo e industria participaban de únicamente de 3,8%, 4,3% y 6,3%, respectivamente”. Luego, agrega que “la concentración de la cartera de crédito de los bancos estatales constituye un factor de riesgo desde el punto de vista de la estabilidad financiera”. Nosotros creemos que no. Más bien, el riesgo emana de forzar un crédito mayor a las actividades poco dinámicas y rentables, ajenas a la evolución productiva del país.
En la parte sustantiva, la directriz pide a los bancos estatales presentar, individualmente y en un plazo de tres meses, un plan para modificar la distribución porcentual de las carteras, aplicable a las nuevas colocaciones de recursos. Dicho plan debe tener como resultado modificar el porcentaje actual de crédito entre los distintos sectores productivos.
La pregunta fundamental es por qué ciertos sectores acaparan el porcentaje mayor de las operaciones crediticias de los bancos estatales. La respuesta correcta es por ser las actividades que más demandan crédito porque están creciendo, porque son, además, las más rentables, las que tienen mayor futuro económico y las que responden a la más eficiente asignación de los escasos recursos del país. También por ser las que mejor responden al proceso de apertura y liberalización productiva. La reducción del proteccionismo industrial, agrícola y pesquero implica una reorientación de recursos hacia actividades más productivas, fenómeno que también se ha dado en el resto de los países del mundo con quienes competimos. También implica un proceso de cambio estructural en la conformación del PIB, donde parte de los sectores tradicionales han dado paso a los más pujantes, como debe ser. Si se forzara una mayor asignación de recursos financieros a actividades con destino incierto y decreciente se estaría implantando un nuevo proteccionismo financiero en detrimento de la eficiencia y crecimiento del país. Un verdadero retroceso.