El homicidio de un extranjero, frente a una escuela en Escazú, fijó la vista de las autoridades sobre las deficiencias de los controles migratorios. La tragedia pudo haber sido mucho más grande porque el ataque con armas de grueso calibre se perpetró donde las balas perfectamente habrían podido alcanzar a los pequeños alumnos del centro educativo.
Es una pena que hiciera falta tamaño trauma para despertar interés por el ingreso de extranjeros indeseables a suelo costarricense. Nuestro país da la bienvenida a un número creciente de turistas y recibe, también, a muchos inmigrantes capaces de hacer valiosos aportes al desarrollo nacional, pero no hay justificación para el ingreso de personas con antecedentes en sus países de origen o con intenciones de trasladar sus negocios ilícitos a nuestro territorio. Suficiente tenemos con la delincuencia local.
El extranjero asesinado y su hermano tenían problemas con la ley en su país. Eso no impidió su ingreso a suelo nacional y su permanencia durante un tiempo prolongado, con todo y escoltas armadas, así como un floreciente negocio de préstamos. El homicidio no se ha esclarecido, pero el profesionalismo y violencia de los asesinos apuntan a delincuencia del más preocupante nivel.
La Policía no descarta que los homicidas hayan sido contratados en el extranjero. Horas después del ataque, el hermano de la víctima fue detenido en el aeropuerto, listo para abandonar el país. Pese al cúmulo de denuncias formuladas contra los hermanos ante las autoridades locales, nadie perturbó su permanencia en suelo nacional hasta el día del atentado.
Los involucrados en este caso no solo lograron ingresar al país, sino que permanecieron en él, dedicados a sus negocios y rodeados de guardaespaldas, hasta que corrió la sangre. Nada más hace falta para justificar la arremetida de las autoridades contra los extranjeros indeseables. Por el contrario, cabe cuestionar por qué no se actuó con anterioridad.
En los 15 días siguientes al homicidio, Migración deportó a una veintena de personas de las más diversas nacionalidades. Entre ellos hay un sueco acusado de violencia doméstica y robo. También en este caso sorprende la permanencia del extranjero en nuestro territorio luego de varios arrestos y sin tener los papeles en regla.
A un estadounidense deportado no le bastó violar las leyes migratorias para permanecer aquí de manera ilegal, sino que decidió hacerlo armado, sin permiso de portación. Un canadiense de origen iraquí ingresó con $20.000, no los declaró y luego desapareció hasta su detención en Santa Ana.
La inacción de las autoridades nos hace convivir con quienes deberían ser un problema para otras sociedades, no para la nuestra. El control óptimo no es el arresto y deportación de foráneos indeseables en territorio nacional, sino impedir su ingreso para seguridad de los nacionales, de los extranjeros que nos visitan y de los inmigrantes que vienen a contribuir con el desarrollo nacional.
Sin embargo, las autoridades de Migración carecen de los sistemas más avanzados para ejercer un control eficaz. El ministro de Seguridad Pública, Gustavo Mata Vega, emitió una directriz para fortalecer la vigilancia, pero admitió carecer de algunos instrumentos esenciales.
Los puestos migratorios echan de menos, por ejemplo, un sistema de identificación de huellas dactilares conocido como AFIS, capaz de identificar rápidamente a las personas buscadas en cualquier país por la Policía Internacional (Interpol). El sistema cuesta $8 millones y el ministro pidió a sus subalternos explorar medios para comprarlo con prontitud. La falta de un instrumento tan básico para la seguridad nacional suscita dudas sobre las prioridades establecidas hasta ahora.