Cincuenta y siete escuelas y colegios en riesgo de cierre por fallas sanitarias no son un problema de infraestructura, sino una emergencia. El estado de las finanzas públicas obliga a fijar prioridades y a atenderlas según la disponibilidad de recursos, pero es difícil imaginar un caso más urgente. Al mismo tiempo, es fácil señalar gastos superfluos, si se les compara con las necesidades de los centros educativos más maltratados del país.
Sin embargo, la identificación de las deficiencias en los 57 centros educativos data de hace tres años y las órdenes sanitarias del Ministerio de Salud poco han contribuido a cimentar el sentido de urgencia. Plagas de comején, murciélagos y ratones conviven con estudiantes y profesores. Faltan inodoros, luz, agua y alcantarillas.
Los inspectores hallaron deficiencias leves o moderadas en 222 planteles, pero los 57 citados operan bajo amenaza de cierre. Si no fueran instituciones públicas, la clausura ya habría sido decretada. Ninguna institución fuera del Estado podría sobrevivir a tres años de prevenciones sin acatarlas.
Pero las escuelas y colegios insalubres son públicos y, por ahora, el único remedio ha sido la paciencia, como la exhibida por la directora de la escuela de Hojancha, en Cariari de Pococí. Pasados tres años, la educadora se muestra satisfecha porque comienza a ver mejoría. El avance consiste en la reparación de las baterías de servicios sanitarios y el inicio de los arreglos en aulas y pabellones.
Son reparaciones de poca monta en relación con el presupuesto dedicado a la educación pública, pero el grado de satisfacción manifestado por la educadora a cambio de tan poco, después de tanto tiempo, subraya la importancia de las deficiencias y su efecto perturbador sobre el proceso educativo.
No hay excusa para la grave desconsideración de necesidades tan básicas. No hace falta diagnóstico, porque las deficiencias están identificadas. Los recursos necesarios para lograr un enorme impacto favorable tampoco son incosteables. Las nuevas autoridades del Ministerio prometen establecer prioridades y actuar con prontitud. Ojalá así sea. Los centros educativos afectados ya han esperado demasiado tiempo desde las primeras advertencias del Ministerio de Salud.
Mayores son las necesidades creadas por el terremoto de Sámara, ocurrido el 5 de setiembre del 2012. Año y medio más tarde, el Ministerio de Educación solo ha conseguido reparar el 4% de los 144 planteles dañados. De los 69 centros afectados de gravedad, solo dos están listos y otros seis están en proceso de reparación. Si los tiempos del Ministerio se parecen en algo a los aplicados a la reparación de una batería de sanitarios en Pococí, la espera en Guanacaste será larga.
En el 2013, el Ministerio entregó ¢7.000 millones a las juntas de educación de las escuelas y colegios afectados por el terremoto. La falta de avance se explica, según las nuevas autoridades, por la poca supervisión del trabajo de las juntas. El problema existe y no solo se manifiesta en materia de infraestructura. La Contraloría General de la República y la auditoría del Ministerio lo han señalado en sus informes.
El año pasado, el Ministerio elaboró un reglamento para fortalecer la supervisión y fiscalizar mejor el uso de los cuantiosos recursos girados a las juntas. La normativa pretende impedir a las municipalidades ignorar las ternas propuestas por el Ministerio para integrarlas y, también, unificar los criterios de fiscalización. Además, establece un procedimiento para la remoción de las juntas inoperantes.
Pero el problema no se limita a la supervisión de los recursos girados. En esta y en la pasada Administración, los responsables del Ministerio admitieron importantes atrasos en las obras confiadas a la Dirección de Infraestructura y Equipamiento Educativo.
Las necesidades van más allá de los 57 centros amenazados de cierre y los 69 gravemente dañados por el sismo, pero la urgencia de atender esas prioridades no admite discusión. Si el Gobierno no es capaz de brindar soluciones a los planteles en peor estado, poco se puede esperar en los demás.