“Si algo va a caracterizar mi gestión, definitivamente es el uso de tecnologías de punta en el servicio policial”, dice el nuevo ministro de Seguridad Pública, Mario Zamora, funcionario de 41 años con larga y fructífera experiencia en la función pública.
La adopción de tecnologías avanzadas es, prima facie, una iniciativa esperanzadora. Los resultados benéficos de esfuerzos semejantes son visibles en muchas partes del mundo, y Costa Rica no tiene por qué negarse esas ventajas. Nueva York es un ejemplo de cita frecuente, aunque existe debate sobre la extensión de la contribución tecnológica a la recuperación de la ciudad en tiempos del alcalde Rudy Giuliani. Pocos, sin embargo, le niegan un impacto más o menos significativo.
El planteamiento del ministro Zamora debe ser bienvenido, pero las declaraciones avivan dudas sobre un aspecto medular: la política de Estado para la lucha contra la delincuencia. Cada nueva administración del Ministerio de Seguridad anuncia su impronta, propia y específica, a menudo sin que exista un hilo conductor aparente con la gestión anterior.
El problema no es propio del actual relevo en el mando. Se extiende a administraciones anteriores, y los funcionarios serían los primeros en admitirlo. Es difícil imaginar a Mario Zamora o al propio José María Tijerino invocando como elemento inspirador de su gestión la labor de Janina Del Vecchio, aunque son Gobiernos del mismo partido y comparten la destacada presencia de doña Laura Chinchilla en las más altas esferas de la conducción política, ayer como vicepresidenta y hoy como mandataria.
Por su parte, Fernando Berrocal, antecesor de Del Vecchio en la misma administración, saludó el nombramiento de Zamora exclamando: “por fin, después de tres años, Costa Rica vuelve a tener ministro de Seguridad”. Berrocal dijo estar esperanzado en que “las cosas cambien radicalmente”. Cambio, no permanencia, es la característica de sucesivas gestiones en el Ministerio.
Mientras el país sufra inaceptables niveles de delincuencia, todo nuevo ministro tiene el derecho –y el deber– de innovar y experimentar, pero esas iniciativas deben estar inscritas en una política general de seguridad ciudadana que les dé coherencia y las aleje del campo estéril de la ocurrencia. El Gobierno de doña Laura Chinchilla lo entiende e intentó subsanar la deficiencia mediante la formulación de la “Política Integral de Seguridad Ciudadana y Promoción de la Paz” (Polsepaz).
El plan, anunciado en febrero, aspira a ser una política de Estado con una década, al menos, de permanencia, pero, en realidad, es un largo discurso rebosante de diagnósticos y metas generales. Ayuno de objetivos específicos o acciones concretas, Polsepaz no llena el vacío responsable de los vaivenes en la administración de la seguridad ciudadana.
El uso de la tecnología para combatir el delito, por ejemplo, no ocupa en el magno programa de seguridad ciudadana el papel central que le confiere el nuevo ministro. El Gobierno y los autores de Polsepaz dirán que el propósito del plan es distinto, porque está destinado a proveer de grandes lineamientos estratégicos, pero al país debe interesarle saber si la iniciativa anunciada por don Mario tiene aspiraciones de permanencia y desarrollo, cuáles son los medios para dotarla de esas características, cómo encaja en la estrategia del Ministerio y cuál es su vinculación funcional con otros elementos de la lucha contra el delito.
Nada de lo dicho debe entenderse como una prematura crítica al nuevo ministro o su iniciativa tecnológica. Zamora es un funcionario probado, responsable y honrado. La incorporación de la tecnología al combate de la delincuencia es un propósito loable. Precisamente por eso llama la atención su escasa presencia en el plan general y también en la gestión del ministro Tijerino, quien gozó de la compañía de don Mario en un viceministerio. ¿Por qué hasta ahora? Esa es la pregunta que justifica utilizar el caso para ejemplificar la necesidad de establecer políticas permanentes, bien definidas y capaces de resistir la rotación en el cargo.