Las crecientes tensiones entre grandes potencias en el ciberespacio crean nuevos peligros para la paz mundial en una región donde las confrontaciones son imperceptibles para el común de la gente.
En agosto, las autoridades estadounidenses arrestaron, en silencio, a un contratista acusado de extraer códigos desarrollados por la Agencia de Seguridad Nacional para vulnerar los sistemas de naciones rivales. La noticia se difundió meses más tarde y el robo de datos habría ocurrido hacía tres años. Casi al mismo tiempo, la Agencia sufrió la sustracción de importantes informaciones por Edward Snowden, hoy asilado en Rusia.
La semana pasada, la Casa Blanca también acusó a Rusia del robo de información confidencial en las redes de comunicación estadounidenses y le atribuyó la intención de interferir en el proceso electoral. La intromisión en los archivos del Partido Demócrata y la difusión de correos dañinos para los intereses electorales de su candidata es, según diversas fuentes estadounidenses, obra de Moscú.
Los datos sustraídos por el contratista Harold T. Martin habían sido calificados como ultrasecretos por la Agencia de Seguridad Nacional, como sucedió en el caso de Snowden. El modus operandi fue muy similar, al punto que Martin y Snowden laboraban para la mima empresa contratista. Los hechos avivan nuevamente el debate sobre las medidas de seguridad destinadas a proteger semejantes secretos.
El indiciado fue detenido en su casa, donde agentes militares uniformados encontraron una cantidad inusual de equipo y cajas repletas de documentos, según los relatos de sus vecinos. Martin dijo a las autoridades no saber mayor cosa del caso Snowden. Sin muchos rodeos, admitió la ilegalidad de sus acciones y aseguró lamentarlas.
Hay quienes asocian a Snowden y Martin con personajes del cine de acción, pero ninguno de los dos aspira a la notoriedad y los aires de bon vivant de James Bond. Son personas comunes, habitantes de barrios donde impera la más completa normalidad y se confunden en la vida cotidiana de miles y quizás millones de personas.
Pero las autoridades estadounidenses también acusan a China de intromisión en sus archivos, como ocurrió con la oficina federal de personal. El ataque comprometió la información de 21 millones de personas. Además, hay investigaciones abiertas sobre el uso de medios cibernéticos para el espionaje económico.
Sin embargo, los expertos comienzan a advertir un viraje del interés de Pekín en temas industriales y comerciales hacia la información estratégica. El conflicto con el gigante asiático en el ciberespacio toma así una fisonomía diferente y muy delicada.
Es ingenuo creer que la guerra informática dejará por fuera a otros países. Los ataques cibernéticos desatados sobre Estonia en el 2007, en medio de una disputa diplomática con Moscú, son un ejemplo preocupante. El Parlamento, los bancos, los ministerios y los medios de comunicación, además de ciudadanos comunes, sufrieron la disrupción durante días.
El daño causado por ataques de esta naturaleza puede ser grande, y si es dirigido contra los sistemas de los cuales dependen servicios vitales, el potencial resultado es catastrófico.
El espionaje entre grandes potencias siempre fue parte de sus tirantes relaciones. También la recolección de inteligencia sobre otros países, pero, en la actualidad, el objetivo del espionaje y el campo de batalla se confunden en un solo espacio. Es preciso poner límites y establecer protocolos para evitar un enfrentamiento capaz de escalar hasta las peores consecuencias.