La vida es una competencia entre nuestros propósitos y nuestras distracciones, entre los sueños que perseguimos y los espejismos que nos alejan de ellos. Muy a menudo, el mundo conspira para apartarnos de las cosas que amamos, y nosotros también conspiramos cada vez que olvidamos las emociones que descansan en las fibras más profundas de nuestro espíritu.
Angustiado por los trajines de la oficina, un padre pasa por alto el momento en que su hijo aprende a leer las primeras frases de un libro de cuentos. Impaciente por alcanzar la fama o la gloria, un joven renuncia a visitar a sus padres enfermos con la frecuencia que ellos requieren. Y así se nos va la vida, sacrificando lo imprescindible en la pira de lo intrascendente.
Esto es lo que sucede con el conde Almaviva en la maravillosa ópera de Mozart. Después de haber pasado indecibles penurias para conquistar el corazón de Rosina, el conde olvida el amor que siente por ella, y se enreda en una compleja trama de seducciones, celos y engaños.
En el momento climácico de la obra, al final del último acto, los personajes principales se reúnen en el escenario a ver el momento en que el conde se percata de su error, y pide perdón en una escena que nos conmueve más allá de las palabras.
Los personajes de Las bodas de Fígaro son un coro que guía los pasos del conde de vuelta hacia la senda de su propio corazón. Fígaro, Susana, la condesa, Bartolo, todos están ahí para recordarle dónde reside el amor; cuál es el propósito de su vida y cuáles son apenas distracciones y vanidades.
Al Igual que el conde, nosotros debemos recordar cuáles son las cosas que realmente importan para lograr así mejorar como sociedad. Para mí, entre las cosas que me han ayudado a crecer como persona está mi amor por el arte. La política ha sido mi profesión, pero el arte mi pasión.
Herramienta social. Ninguna nación está forjada a perpetuidad. Somos arcilla siempre húmeda en las manos del tiempo. Cada evento importante nos transforma, cada experiencia colectiva nos da un contorno distinto.
Creo que el arte es la mejor fragua para la arcilla de nuestro pueblo. Soy un convencido de que el arte nos cambia para siempre como sociedad, no importa cuántas veces salgamos a su encuentro.
Aunque sea la millonésima vez que observemos una coreografía, una obra de teatro, una pintura o un concierto, cuando cerremos los ojos, cambiaremos de nuevo. En palabras del gran escritor irlandés James Joyce: «¡Bienvenida seas, oh vida! Salgo a encontrar por millonésima vez la realidad de la experiencia, y a forjar en la fragua de mi alma la consciencia aún no creada de mi gente».
Creo que cada uno lleva un poco de escultor en su corazón y esconde un artista dormido entre los pliegues del espíritu. Por eso creo también que nuestros jóvenes deben recibir una buena educación cultural y sacudir a ese artista; despertar al escultor, al actor, al cantante, al muralista, al bailarín, al escritor; extraer de todo ser ordinario el ser extraordinario que habita en su interior.
Un buen sistema educativo tiene que empezar por ahí. Tiene que empezar por agitar al artista que todos llevamos dentro. Tiene que empezar por crear espacios que les permitan a nuestros jóvenes crecer y madurar.
Eso fue precisamente lo que hicimos en mi segundo gobierno con el fortalecimiento del Sistema Nacional de Educación Musical y con otras iniciativas culturales que permitieron que nuestros artistas, consagrados y en potencia, encontraran las oportunidades que necesitaban para desarrollar su talento.
Efectos salvadores. Esto es crucial para el futuro de nuestra cultura, pero es también crucial para el futuro de nuestra paz y de nuestra democracia. Porque estoy convencido, como lo he dicho muchas veces, de que un niño que alza el arco de un violín en una escuela de música es un niño menos alzando el cañón de una pistola en nuestras calles; un joven que aprende el arte de pintar es un joven menos aprendiendo el arte de matar; una muchacha que entona las dulces notas de un aria es una muchacha menos entonando los gritos de una comunidad asediada por la violencia.
Ningún joven que sea capaz de acariciar las teclas de un piano va a ser capaz de golpear a sus compañeros. Ningún muchacho que pueda inclinar dulcemente la cabeza sobre un violín volverá la cara con indiferencia frente al dolor ajeno.
Cuanto más arte tengamos en nuestro país, cuanto más vasta sea la oferta cultural de Costa Rica, mayor será nuestra comunión y mejor será nuestra sociedad. Cuantas más óperas tengamos y más teatro, más pintura, más danza y más poesía, estaremos más equipados para defender nuestro propósito en la historia.
Nuestra sociedad es maravillosa porque es diversa. Hay más de cinco millones de tipos de arcilla en esta tierra, y todos tenemos que integrar la gran composición de la vida costarricense.
Unámonos en el arte para que después no llegue a separarnos la violencia; unámonos en el arte para que después no llegue a dividirnos el rencor; unámonos en el arte para que después no llegue a segregarnos la intolerancia y la exclusión. Unámonos en el arte, y estaremos unidos en todo lo demás.
Unámonos en el arte y entonces seremos, en palabras de Mozart, «redimidos a través del arte, perdonados y reconciliados». Unámonos en el arte y Costa Rica estará unida en lo esencial.
El autor es expresidente de la República.