BOGOTÁ – Las crisis no son ninguna novedad para las economías emergentes, que han repetido una y otra vez los mismos patrones con resultados, muchas veces, devastadores. Pero ¿será que por fin esos patrones se han interrumpido?
Las economías emergentes llevan décadas experimentando ciclos de bonanza y caída en la financiación externa. La fase de bonanza genera déficits de cuenta corriente, fiscal y del sector privado, agravados por un incremento del crédito interno. Pero en algún momento, los altos niveles de deuda llevan a una pérdida de confianza y al “corte repentino” de los flujos de financiación externa, y se produce una crisis de balanza de pagos, fiscal y financiera.
Luego llega el contagio, conforme la creciente aversión a riesgo de los inversores (particularmente inversores cortoplacistas de los países desarrollados) los lleva a retirar fondos de otros países para cubrir las pérdidas sufridas en aquellos donde se originó la crisis. Eso extiende la crisis a través de las fronteras, afectando a regiones enteras, o incluso a toda la clase de las economías emergentes.
Es lo que pasó en América Latina en los ochenta, cuando en agosto de 1982 la decisión mexicana de imponer una moratoria a los pagos de la deuda externa inició una crisis de deuda regional. Lo mismo ocurrió en Asia oriental en los noventa: la crisis empezó en Tailandia en julio de 1997 con el derrumbe del baht, y pronto se extendió a otros países del este asiático. Luego, en agosto de 1998, se convirtió en una crisis general de las economías emergentes, después de que Rusia impuso una moratoria a los pagos de bancos comerciales a acreedores externos.
La crisis del 2008 fue un tanto diferente. Comenzó en el mundo desarrollado, con la caída en setiembre de ese año del banco estadounidense de inversiones Lehman Brothers, y al principio se extendió a las economías emergentes. Pero en poco más de un año, el derrumbe se transformó en bonanza, conforme políticas monetarias expansivas en los países desarrollados empujaron a los inversores a buscar rendimientos en los mercados emergentes.
La cuestión que ahora se debate acaloradamente es si este auge financiero sembró en las economías emergentes las semillas de una nueva crisis. Es posible que pronto sepamos la respuesta. Al fin y al cabo, la historia muestra que basta un país que caiga primero, y hoy, ese país podría ser Turquía.
La semana pasada, la lira turca se hundió y eso disparó la devaluación de otras monedas, en particular las de Sudáfrica y Argentina, aunque la depreciación alcanzó todas las monedas latinoamericanas en régimen de flotación, y a las de la República Checa, Polonia, Rusia y varios países del este de Asia, incluida China. Las primas de riesgo aumentaron y las acciones cayeron.
Es imposible saber a ciencia cierta si se está gestando una nueva crisis generalizada. Al fin y al cabo, era muy difícil predecir que la moratoria mexicana de 1982 y el derrumbe del baht en 1997 generarían crisis amplias y prolongadas, o que la crisis del 2008 solo arrastraría brevemente a las economías emergentes.
Sin embargo, hay razones para pensar que tal vez los viejos patrones ya no se cumplan. En el peor momento, durante la semana del 8 al 15 de agosto, las monedas de Argentina, Sudáfrica y Turquía se devaluaron entre un 8 % y un 14 % respecto al dólar estadounidense; sin embargo, las de otras economías emergentes no se devaluaron más del 4 %.
Esto hace pensar que esta vez al contagio le está costando prender, y es menos probable que haya un corte repentino generalizado de flujos de capitales. Incluso las economías más afectadas pudieron limitar las consecuencias de la devaluación; la veloz respuesta de las autoridades turcas al derrumbe de la lira y las pronunciadas alzas de tipos de interés del Banco Central de Argentina lograron llevar calma a los mercados.
Esto parece indicar que hay una nueva resistencia al contagio, que se formó en los últimos diez años, más o menos. El acceso de las economías emergentes a la financiación externa casi no resultó afectado por la crisis de la eurozona, que llegó a su punto máximo entre el 2011 y el 2012, o por el primer anuncio de la Reserva Federal de los Estados Unidos, en el 2013, de que comenzaría a revertir sus políticas monetarias expansivas. Ni siquiera hubo corte repentino de la financiación externa con la caída de precios de los materias primas en el 2014, que debilitó las monedas de varias economías exportadoras. Y la oleada de fuga de capitales desde China en el 2015 y principios del 2016 no tuvo efectos generalizados.
Esto puede deberse a que ahora los inversores hacen un análisis más pormenorizado del riesgo de los países. En vez de meter a todas las economías emergentes en la misma bolsa, tienen en cuenta los fundamentos económicos de cada una, la estabilidad política interna y la relación con otros países (por ejemplo, las actuales tensiones diplomáticas entre Turquía y Estados Unidos).
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De modo que, a juzgar por el limitado contagio de la crisis turca, y por otros episodios recientes, es posible que los patrones antiguos ya no se cumplan. Pero no quiere decir que las economías emergentes estén a salvo. Por el contrario, tienen mucho de qué preocuparse, sobre todo, por el creciente proteccionismo y las tensiones comerciales entre las grandes potencias globales. De modo que todavía es fundamental contar con políticas inteligentes, unidas a la red de seguridad financiera global mejorada provista por el Fondo Monetario Internacional.
José Antonio Ocampo es integrante de la junta directiva del Banco de la República (Banco Central de Colombia), profesor en la Universidad de Columbia y presidente del Comité de Políticas de Desarrollo del Consejo Económico y Social de la ONU. © Project Syndicate 1995–2018