Hay épocas en la vida de los países cuando el enojo, los temores, la intransigencia y el rechazo se convierten en los grandes movilizadores públicos y borran al entusiasmo, la esperanza y la apertura como ejes políticos.
Las dos primeras campañas de Obama –la que lo convirtió en candidato demócrata y la que lo hizo presidente en el 2008– se basaron en el segundo conjunto. Tras su triunfo, parecía que Estados Unidos podría entrar en una etapa transpartidista y posracial. Pero ocurrió lo contrario: impulsado por los peores republicanos (muchos y muy poderosos), alimentado por la frustración de varios sectores de la población y exacerbado por el racismo subyacente, el país se hundió en un virtual clima de guerra política y sociocultural. La actual campaña es su manifestación más inquietante; los resultados del supermartes, su producto más perverso, por ahora.
Lo bueno es que, casi con certeza, los demócratas tendrán una candidata formidable en atestados políticos, intelectuales y estratégicos. Así lo indican las victorias de Hillary Clinton hace tres días, su fortaleza hacia las primarias que vienen y las limitadas bases sociodemográficas de su contrincante, Bernie Sanders.
Lo malo es alarmante: a menos que Marco Rubio (“moderado” en el extremismo) resucite por milagro, o el establishment imponga a otro, los republicanos escogerán entre un Donald Trump impulsivo, agresivo, oportunista y xenófobo, y un Ted Cruz ultraconservador, calculador y exclusionista. Para ambos, el mundo es un western ayuno del gran pistolero.
En circunstancias normales, Clinton tendría asegurado el triunfo, y es muy posible que así sea. Pero Estados Unidos vive en profunda anormalidad. ¿Y si el enojo y la irracionalidad permiten a Trump o Cruz aglutinar los heterogéneos “desenganchados” y lograr mayoría en medio del desencanto? ¿Y si, aunque Hillary gane, la sociedad queda aún más dividida (algo casi inevitable) y la Cámara y el Senado con bloques conservadores aún más amplios e intransigentes? ¿Y si los republicanos se fragmentan al punto de destrozar la gobernabilidad?
Nada puede descartarse, y pareciera que incluso lo mejor posible estará lejos de ser lo bueno necesario. La superpreocupación, al menos hasta ahora, está de sobra justificada.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).