Es difícil escribir, desde el país que más consume felicidad en el mundo, sobre la caracolas de Dante. Esos resonantes círculos infernales del inframundo tan bien descritos en La divina comedia, que nos asustan y reprimen apenas sabemos de ellos y que son la expiación de todos los vicios y maldades humanas.
Un lugar donde nos quemaríamos vivos por nuestros pecados es siempre un lugar a donde no queremos ir. Todas las descripciones del infierno son un manual educativo que nos hace temer el mal proceder. Educarse con un dedo, ojo, o trueno señalador que advierte sobre las posibilidades que ofrece el infierno, tiene sus ventajas.
Para quienes no elaboran la autoconciencia y el razonamiento sobre los valores y las pasiones, es una requerida señal de alto. Una señal muy clara de que no debe seguirse por ahí. Pero hay otro camino. Sabemos que la mayoría de lo que somos es aprendido.
Discernir sobre qué actos estarán dentro de la película de la vida, es el resultado de ese aprendizaje. Hacerlo con la conciencia despierta es el camino medio, el de los valles, el que nos hace valorarnos y convertirnos en pequeños artesanos de nosotros mismos.
El pequeño artesano que modela su vida todavía no está en todas las casas, donde aún se necesita del dedo señalador de un gran artesano que premie o castigue cada acción. Pero ¿qué pasa cuando no hay ni lo uno y menos lo otro? ¿Ni gran artesano ni pequeño artesano?
¿Qué pasa cuando se vive casi a ciegas en medio de vacíos formadores, a golpe de recompensas rápidas y constantes? ¿Qué pasa cuando los templos antiguos no dan el ejemplo con sus propios líderes, o ya no vamos a ningún templo para ir solo al mal en procesión de estimulados mercantiles?
Contenido del vacío. Pasa que el vacío se llena de corrupción. Porque a pesar de que el Papa haya dicho que el infierno no existe como Dante lo describió, sí existe. El infierno sigue siendo un lugar al que no queremos ir en nuestra mente. El infierno existe como negación y castigo en el inconsciente y lo usamos de visor inverso para proceder.
Mentir, estafar, robar, son prácticas que podemos hacer porque hay un infierno (su sombra siempre acecha) al que no vamos a acudir por listillos, no por buenos. Así que las vidas sin infierno son las vidas sin corrupción (sin ser corraptores de otros del latín).
Vidas lúcidas, centradas en proyectos de bien común son vidas sin infiernos. Vidas despiertas, culturalizadas, singulares, artesanadas.
Vidas que experimenten el amor como un valor real con deberes y derechos, no como un bien de consumo, son vidas sin infierno.
Vidas que solo necesiten una versión, no dos ni tres de un mismo hecho, son vidas sin infierno.
El infierno tiene muchas caras y el alfarero también. El infierno puede ser trocado por una obsesión, un miedo, un vicio, la pérdida de la libertad, del poder, del dinero y el gran alfarero puede ser cambiado por un líder, un psicoanalista, un influencer, un demagogo.
El pequeño alfarero siempre se encuentra a solas con él y con su tiempo. La verdadera versión de los hechos se fragua en su taller. Se podrán editar, decorar y crear tendencia con ellos, pero siempre serán su obra, su masa, y de allí saldrá la huella, la resonancia única de su persona, de cara al universo.
Si hay corrupción, hay infierno. El de Dante o el de nosotros mismos. Si no hay infierno, ¿qué hay?: el valle, la armonía. Una idea mucho más abarcadora (si nos detenemos a pensar en ella) que la misma utopía.
La autora es escritora y filósofa.