El título de este artículo es un juego con palabras homónimas; es decir, aquellas que suenan igual, pero tienen significados muy diferentes, por lo cual resulta fundamental conocerlos para entender sus diferencias y aplicarlas de forma adecuada.
Es evidente la existencia de una intención pícara en el enunciado, pero existe ausencia de malicia, pues en mi condición de funcionario la ley me impide manifestar simpatía partidista o lo opuesto a ella en la política costarricense.
De tal manera, estimada persona que me lee, no pierda por favor su tiempo escarbando entre líneas porque no hay dolo, ni mensajes ocultos insertos a través de malabares semánticos.
Esta vez escribo con la sencillez e inocencia de un niño con un buen motivo para hacerlo: evitar que, teniendo la invitación a la fiesta, usted no asista a ella.
Hasta los 17 años de edad, experimenté dos dictaduras, por ello puedo asegurar que, con independencia de la ideología con que dicen cobijarse los gamonales, se trata de dos caras de la misma moneda, sufren la obsesión de perpetuarse en el poder.
En los Estados fallidos, las elecciones se maquillan de colores espurios y desfilan al son del mejor postor o, peor aún, de quien se siente dueño de su finca/país. Se compran votos incluso a los encargados oficiales de la supervisión de los comicios.
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Otra modalidad usada es la fragmentación de los poderes del Estado, o, in extremis, se incurre en un franco o mal disimulado fraude sin supervisión de organismos internacionales. Si algo de esto le parece conocido es porque lo es.
Privilegio. Gracias a Dios, ninguno de los supuestos anteriores aplican para el caso de Costa Rica. Tenemos la dicha (no siempre valorada en su justa dimensión) de que el voto individual y secreto de cada ciudadano se verá fielmente reflejado en el conteo final.
No es poca cosa esa falta de distorsión; es, en realidad, una clara bendición de la que gozamos cada cuatro años y que no debemos desperdiciar.
No se vale invocar la gastada excusa de que no hay por quién votar. El menú electoral, por así decirlo, nunca ha sido más variado y no es difícil encontrar empatía con algún grupo dentro del abanico de posibilidades ofertadas.
Como es bien sabido, hacer nada, es hacer algo. La indolencia tiene un precio histórico caro; en cambio, la toma de una decisión requiere una cierta dosis de sabiduría.
No se debe incurrir en la falacia de la generalización de que todas las personas que quieren gobernar tienen una agenda oculta en provecho propio, bajo esa premisa solo cabría la anarquía y el caos; lo que no es aceptable.
Discernir quién sí y quién no, es difícil, pero es un acto personalísimo que se ejerce votando, y podría llegar a equiparse a un salto de fe.
Es un poco como el fútbol, que tanto nos gusta: aunque no siempre tenemos claro por qué somos seguidores de un equipo determinado, porque puede ser un asunto heredado o familiar, siempre tenemos la posibilidad de evaluar el rendimiento de los jugadores.
A manera de desiderata, insufle aire a los pulmones de nuestra perfectible democracia, acuda a las urnas en febrero del 2018, tome decisiones y vote; es un privilegio. Que no le suceda como dice Serrat: que lo sorprenda la vida y despierte sin saber que pasó sentado sobre una calabaza.
El autor es abogado.