Estados Unidos amplió la lista de personas sancionadas cercanas al presidente venezolano, Nicolás Maduro. La medida, si bien pretende presionar la salida de la dictadura, se justifica también en la lucha contra la corrupción, mal que carcome las democracias de la región.
A Maduro y la larga lista de acólitos se les han sumado su esposa, Cilia Flores, diputada y exconstituyente; los ministros de Defensa, Vladimir Padrino, y de Información, Jorge Rodríguez, y su hermana la vicepresidenta Delcy Rodríguez, a quienes se les congelaron los activos en EE. UU. Además, terceros tienen prohibido contratar con ellos.
Gracias a medidas como esta se incautó un avión valorado en $20 millones a un testaferro del expresidente del Congreso y constituyente, Diosdado Cabello, así como millones en activos al exvicepresidente y hoy ministro Tareck el Aissami por vínculos con el narcotráfico. Ambos se disputan ser el número dos del régimen.
Casos como Lava Jato, en Brasil, donde Odebrecht creó una plataforma regional para la corrupción a cambio de contratos o los cuadernos de la corrupción en Argentina, revelan cómo la corruptela es el cáncer que erosiona la gobernanza y credibilidad democráticas.
Por ello, no hay que dudar en golpear donde más duele: la incautación de activos mal habidos y los de sus corruptores. Debemos eliminar también los fueros especiales que se convierten en escudos legales de impunidad. Ejemplos de expresidentes y exministros hoy senadores hay muchos en la región.
Reitero la importancia de considerar, para juzgar hechos de “gran corrupción”, la creación de una Corte Internacional Anticorrupción, idea planteada ante el Foro Legal Internacional en San Petersburgo en el 2012. El proyecto aún debe depurarse legalmente, mas la idea es combatir el escudo de impunidad con que operan gobernantes y sus cómplices de alto nivel, gracias a la inopia o complacencia de instituciones policiales y jurisdiccionales. La Corte propuesta operaría de manera similar a la Corte Penal Internacional, o como parte de ella, y bajo el principio de subsidiaridad.
Aunque es difícil de cuantificar, se calcula que el equivalente económico perdido por la corrupción es del 5 % del PIB mundial, una tragedia para todo país, pero especialmente para los más pobres.