En estos días ha habido intensas negociaciones, dimes y diretes con relación a la posible aprobación, a golpe de tambor, de una reforma tributaria. Se habla, entre otras cosas, de que el impuesto de ventas va a cambiar por un impuesto al valor agregado (IVA) y algunos otros detalles aún no bien especificados. Se maneja, además, la posibilidad de elevar la tasa del impuesto del 13 al 15 % y hasta el 16 %.
Debe reconocerse que el cambio del impuesto general sobre las ventas a un impuesto al valor agregado tiene muchas ventajas, entre ellas, permite un mejor control cruzado entre el impuesto de ventas y el de renta y, sobre todo, grava los servicios, que en estos momentos (quizás por nuestro obvio rezago en la infraestructura física) es el sector más dinámico y representa una proporción cada vez mayor del PIB.
Al igual que el actual impuesto de ventas, tiene la desventaja de que todo el mundo quiere que se exoneren los bienes y servicios que producen, pues los considera bienes meritorios o preferentes. Cuantos más bienes o servicios se exoneren, se van perdiendo exponencialmente las ventajas señaladas.
Existe la creencia de que hay determinado tipo de bienes o servicios que deben ser excluidos porque son consumidos en mayor cantidad por la gente de más bajos ingresos y, por tanto, haciendo excepciones se beneficia a esos grupos. Si se grava a todos por igual, se dice, el impuesto es regresivo, pues terminan pagándolo en mayor proporción los pobres. Pero eso no pasa de ser una ilusión.
Grave error. Al respecto, hay que señalar que existe un error muy fuerte al creer que haciendo excepciones o poniendo tasas diferenciales se logra evitar esa regresividad. El problema es que estas medidas crean tantas distorsiones que no es posible adelantar hasta qué punto se consigue neutralizar o reversar la regresividad.
Paradójicamente, en la práctica, es usual que se termine ensanchando más la injusticia, especialmente cuando los criterios para hacer las discriminaciones provienen de decisiones políticas o de reacciones de los grupos de interés.
Y es que, en general, y con mayor énfasis en Costa Rica, la política tributaria ha demostrado ser un pésimo instrumento para ayudar a mejorar la distribución del ingreso. Hay que olvidarse de que los impuestos pueden crear “justicia distributiva”. Lo mejor es pasarse a un sistema de impuestos universales (aplicados a todos los consumidores o productores por igual, a las mismas tasas). Y esto es válido para los impuestos de ventas, de consumo, de importaciones, etc. Aplicando este principio se logra mayor eficiencia en el control, la recaudación y la transparencia (disminuye la propensión a la evasión y se controla mejor el fraude).
¿Y la justicia distributiva? Hay que reconocer que el sistema económico, en la práctica, produce distorsiones (precios derivados de la existencia del poder monopólico en muchos sectores, grupos que reciben injustamente subsidios regresivos por malas políticas, obstáculos y mal funcionamiento de los mercados, etc.) que perjudican a los grupos de más bajos ingresos.
La gente pobre, en efecto, resulta afectada por el mal funcionamiento del sistema económico. Y es lógico que, de alguna manera, el Estado deba compensar, lo más que pueda, a esos grupos, al menos mientras se solucionan los problemas causantes de las injusticias.
Pero el sistema tributario no está diseñado ni es eficiente para compensar las distorsiones de mercado. En esa tarea, es mejor utilizar los instrumentos del gasto público. En Costa Rica, existe toda una maraña de programas e instituciones creados para atender la pobreza. Aun con lo mal que funcionan (que obviamente deben ser racionalizados) es a esas instancias a las que corresponde corregir los problemas de la mala distribución del ingreso. Dejemos tranquila a la Tributación, que es pésima para eso.
Hay que ser realistas. A estas alturas no podemos llorar sobre la leche derramada. Todos estamos de acuerdo con que el gasto público ha alcanzado niveles exagerados, con una estructura burocrática cuyos beneficios son bastante cuestionables. Es muy probable que, en muchos casos, el sistema institucional incluso produzca rendimientos negativos, es decir, por cada colón que se le inyecta, produce una peseta. Muchos programas lo que hacen es obstaculizar innecesariamente la producción y el funcionamiento del propio Estado. Pero también es cierto que estamos en un punto de no retorno, y si no se allegan, urgentemente recursos frescos a la Tesorería Nacional, se va a producir una ruptura de consecuencias imprevisibles.
¿Impuestos sin nada a cambio? En tales condiciones, parece que no hay opción y habrá que aceptar nuevos impuestos. Pero esto no debe ser gratis. Los señores diputados deben legislar en el sentido no solo de traer más plata al fisco, sino de buscar la forma de obligar a todo el aparato estatal a racionalizar sus gastos y controlar los despilfarros.
No hay necesidad de profundizar en ellos: convenciones colectivas vergonzosas, generoso financiamiento de la educación superior para una élite cuyos ingresos no son los más bajos de la población, instituciones cascarón que se niegan a morir y cuyo déficit exacerba los problemas presupuestarios, lujosas pensiones discriminatorias y alejadas de las contribuciones aportadas por los beneficiarios y pluses salariales que, con cero inflación y sin aumentar el número de empleados, hace aumentar la masa salarial, de modo automático, en un 14 % anual.
Urge un cambio en la educación fiscal del ciudadano. Para colmo, la mentalidad del costarricense está salida de la realidad. Entre otras, se niega a pagar el costo por los servicios que recibe (el caso clásico, la negativa a pagar peajes autosuficientes por el uso de las carreteras, amén de las constantes quejas por el impuesto al ruedo y los seguros).
A todo lo anterior hay que ponerle coto y empezar, de inmediato, a dictar medidas para empezar a revertir tanto desperdicio de recursos que empobrecen al país y nos llevan en un proceso involutivo de subdesarrollo.
Sí, todos sabemos que revertir los problemas estructurales del gasto para llevarlos a niveles congruentes con su productividad no es una tarea fácil ni a corto plazo. Muchas hay que planearlas con cuidado, pero hay que empezar a esbozarlas y emitirlas como políticas de Estado inamovibles con los cambios políticos y de administraciones.
Debe haber señales mínimas. Hay medidas que se pueden tomar de inmediato y ni siquiera requieren reformas legales. Una reforma tributaria para allegar nuevos ingresos al aparato estatal debe acompañarse, como condición sine qua non, de una mínima muestra de buenas intenciones para poner freno al crecimiento del déficit.
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La más obvia es congelar, de inmediato, los pluses salariales. Es decir, dejarlos en el nivel que haya acumulado cada funcionario al momento del decreto. Lo único que sigue es el aumento salarial anual por inflación. Esto deja el estatus salarial al nivel actual, no afecta ningún derecho adquirido no deja en posición de insolvencia a nadie. ¿Habrá algún valiente que se atreva?
Ha llegado el momento tan temido desde hace décadas y se requieren medidas heroicas. Si nuestro sistema político es incapaz de dar respuestas contundentes, habría que hacer un plebiscito dicotómico: “¿Prefiere que se aumente el IVA del 13 % al 16 % o que se congelen los pluses salariales?”. Si no hubiera más remedio.
El autor es economista.