El diálogo entre el gobierno y sectores organizados avanza razonablemente bien. Han discutido ideas interesantes, neutralizado peligrosas ocurrencias y creado un entorno propicio para la interlocución entre grupos diversos.
Todo lo anterior es positivo. Sugiere un reflujo hacia la colaboración legislativa, aunque con chispazos irresponsables, una apertura hacia las negociaciones con el Ejecutivo y un compromiso difuso con el futuro del país
¿Celebramos? Al contrario. Debemos sonar la alarma, porque falta lo más urgente, aquello sin lo cual estos y otros avances y caritas felices podrán perder sentido, en medio de un shock tributario, económico, social y político de incalculables consecuencias. Me refiero a la necesidad de un ajuste fiscal razonable, la aprobación de una serie de créditos externos concesionales, la consecuente mejora en el perfil de la deuda pública y la apertura de vías para llegar a un convenio con el Fondo Monetario Internacional.
Todas estas difíciles e impostergables decisiones requieren un acuerdo político inmediato, pero hasta ahora no hay señales, siquiera, de que exista un método para alcanzarlo. Al contrario, caminamos sobre una espiral que nos aleja, en lugar de acercarnos, a los desafíos casi existenciales.
En un artículo publicado el lunes en estas páginas, Rodrigo Cubero, presidente del Banco Central, fue lúcidamente claro sobre los enormes riesgos que nos zarandean y lo que debemos hacer para alejarlos. Ni el presidente ni sus ministros ni los diputados parecen entenderlo. Seguimos haciendo planos mientras la casa se incendia. Es un retraso suicida, que troca cualquier optimismo en alarma.
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