No importa cómo se le llame (¿quizá alcaldización?), el trasfondo de la inquietud supera su blanco específico. Toca un mal al que no escapa ningún partido: la tendencia a encerrarse en los juegos internos, las luchas de poder y los bloqueos o impulsos de aspiraciones personales, en lugar de poner el ojo en lo esencial. Me refiero a qué plantear al país y cómo responder a un electorado cada vez más fragmentado, infiel, exigente y escéptico.
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Sabemos que la época de las lealtades partidistas pétreas pasó, que los amarres ideológicos están diluyéndose y que las usuales anclas de identidad política andan sueltas. En su lugar, prevalecen referentes temáticos y aspiraciones múltiples y coyunturales. Al interactuar con las condiciones sociodemográficas —edad, sexo, educación, lugar de residencia, ubicación laboral o nivel de ingresos— en una sociedad crecientemente fragmentada y pugnaz, ponen a los partidos, y al país, ante enormes desafíos.
Cómo responder a ellos y, así, contribuir a la búsqueda de soluciones nacionales y a mantener vigencia organizacional y electoral debería ser la gran preocupación de sus líderes. Sumergirse en las intrigas internas, en cómo apuntalar pequeñas tribus locales o sectoriales, o en forjar alianzas o intrigas solo por puestos, no propuestas, es la antítesis de lo que realmente importa. Y cuanto más un partido se sumerge en ella, más sube el riesgo de irrelevancia.
A Pacheco, uno de sus más ilustrados miembros, le preocupa Liberación. Razones le sobran. Pero las demás agrupaciones, aunque con recetas, tradiciones y maniobras distintas, enfrentan problemas similares o peores. Mientras, en un entorno de crisis múltiple, los electores se repliegan, los intereses grupales se endurecen, la parálisis en las decisiones se agudiza y el riesgo del populismo crece. El problema no son solo alcaldes miopes, sino también dirigentes que han perdido visión.
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