Vale la pena incurrir en los costos para evitar males peores —en particular, el colapso de empresas y mayor desempleo—. Lo estamos haciendo con plena responsabilidad y conciencia. Pero debemos entender que, en algún momento, habrá que asumirlos, lo que implicará otros sacrificios.
La baja inflación —por debajo de la meta— y la solidez del sistema financiero han permitido que tanto su consejo de supervisión (Conassif) como el Banco Central sean mucho más flexibles en una serie de variables: desde tasas de interés (más bajas) hasta la calificación de deudores, las provisiones que deben mantener las empresas crediticias para afrontar la crisis y las posibles readecuaciones de pago de sus clientes. Cada banco decidirá al respecto, pero las condiciones para dar más aire a quienes entren en mora, mientras pasa la emergencia, son mucho mejores.
Por el lado impositivo y laboral, la interacción entre el Ejecutivo, el Legislativo y la CCSS ha abierto el camino para una moratoria temporal en el pago de impuestos, que se acumularán hasta final de año; bajar jornadas, flexibilizar contratos laborales y el pago de cuotas obrero-patronales, y autorizar una amnistía en las multas y sanciones a los deudores de la Caja que se pongan al día. Todo esto reducirá el impacto social inmediato, pero aun así es posible que deban otorgarse mayores subsidios a los sectores más vulnerables.
¿Suficientes? Está por verse. Pero existen dos certezas: primera, las medidas son indispensables; segunda, su ejecución acumulará presiones presupuestarias, empeorará los resultados fiscales y nos obligará a “apretarnos la faja” para afrontar la factura acumulada. Cuando el momento llegue, nuestro deber será actuar con similar responsabilidad y conciencia a la demostrada hasta ahora.
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