Hacia finales de los años setenta existía un debate muy intenso entre quienes defendían el determinismo y la predestinación histórica, y quienes sostenían la preeminencia del indeterminismo, la incertidumbre y el probabilismo. En mi caso, opté por la tesis indeterminista e hice una fuerte crítica del determinismo historicista en el libro El olvido de la libertad: crítica a la racionalidad totalitaria.
A partir de ese texto, construí una teoría sobre el paradigma del odio, que no es otra cosa más que creerse dueño de la verdad y desear que los seres humanos piensen, sientan y experimenten la vida de la misma manera.
La crítica al determinismo historicista me condujo a una teoría de la historia como sistema de probabilidades, así como a un enfoque de las interacciones humanas y de estas con el entorno natural que enfatiza la continuidad comunicativa conciencia-materia.
El eje estructurador de estos planteamientos es el principio de la libertad concebida como un poder de autodeterminación y autogestión.
La síntesis de las visiones señaladas se encuentra en el libro Abandonar los fanatismos, vivir sin odio. Una historia que cubre siglos y milenios, desde los tiempos de la Grecia clásica y mucho antes, evidencia la validez pragmática de la tesis indeterminista y de la preeminencia de la libertad en el plano de la construcción social, a lo que en años recientes conviene agregar los conocimientos derivados de la neurociencia.
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Proyecto en proceso de realización. Importantes investigaciones muestran que el ser humano está condicionado en sus acciones y pensamientos por muchos factores, pero que, aun suponiendo un cúmulo muy grande de determinaciones o causas, la singularidad de la libertad es potente y decisiva, tanto que la vida no se define por las circunstancias que limitan y oprimen, sino por la capacidad de transformar esas circunstancias y de trascender los límites y opresiones.
¿Qué libertad puede existir cuando se vive debajo de los puentes, en la más oprobiosa miseria? La respuesta es diáfana: la libertad de derrumbar el puente y modificar por completo la circunstancia de la pobreza.
El tema no es si las condiciones en que se nace determinan la historia personal y colectiva, sino cuándo, cómo, dónde, a través de qué cualidades y méritos se cultiva y desarrolla el poder de transformar los determinismos condicionantes.
Programados para no estar programados: esta es la conclusión de las más recientes investigaciones científicas y humanistas.
Lo que nos dicen los estudios de John Bargh, John Dylan Haynes, Gerd Gigerenzer, Sarah J. Blakemore, Pierre Magistretti, Daniel Schacter, Michael Gazzaniga y Eduard Punset es que el ser humano no es un robot que reproduce condiciones previas, sino un creador de nuevas realidades, que se define por su condición de proyecto en proceso de realización a través de la libertad y de la acción creadora.
Descubrimientos relevantes. Pero decir que es acción creadora apenas constituye un tímido inicio. Lo principal es explicar cómo ocurre esto, a través de qué interacciones se produce; y en esta dirección existen estudios meritorios.
John Bargh y Gerd Gigerenzer, entre otros científicos, coinciden en afirmar que en los procesos creativos y de toma de decisiones intervienen varios niveles psíquicos y físicos, conscientes e inconscientes.
Utilizar conceptos es necesario e importante para mejor comprender y aprender, pero las personas no solo conceptos emplean, también intuiciones, emociones, sentimientos y corazonadas.
Es un hecho sobresaliente que John Dylan Haynes haya descubierto, por ejemplo, que al tomar una decisión esta se produce en el cerebro diez segundos antes de que la persona se percate de ello en el plano conceptual, lo que significa que los procesos reflexivos inconscientes juegan un papel relevante en la toma de decisiones y en la acción humana, con lo cual queda rebatida la primitiva teoría de las elecciones racionales en economía, administración y otras disciplinas sociales.
No es fortuito que Gigerenzer afirme que “la intuición puede llegar a ser mejor que los modelos de elección racional” y que Punset sostenga que “solo una parte ínfima de la estructura cerebral se ocupa del consciente aprendido, el resto, que es casi todo, se ocupa del inconsciente intuitivo y emocional”.
Ambos planteamientos sugieren que se tiene el poder de transcender los determinismos y autogestionar la propia vida.
Sarah J. Blakemore incorpora a estas ideas la tesis de la plasticidad cerebral cuando afirma que las experiencias dejan una huella en el cerebro que incide y modifica no solo ese órgano, sino también la realidad percibida e interpretada.
Sarah explica que los estudios efectuados a través de neuroimágenes, resonancias magnéticas cerebrales que escanean el cerebro de una persona viva a lo largo de la vida, permiten concluir “que el cerebro sigue desarrollándose durante décadas. Cada vez que aprendemos una palabra nueva o un nuevo rostro, algo cambia en nuestro cerebro” y también se modifica el modo como interpretamos la realidad y gestionamos nuestras acciones en ella.
El descubrimiento de la plasticidad cerebral permite comprender por qué hacen tanto daño las rigideces mentales; simplemente, como pensaba Goethe, la vida es infinitamente más diversa, profunda y multifacética que los dogmas, los sectarismos y las creencias, de ahí la necesidad de cultivar capacidades de innovación y flexibilidad mentales, y de estimular la búsqueda permanente de conocimientos, no de adhesiones emocionales a un grupo, a un líder o a un dirigente.
Estos hallazgos revelan que “estamos programados, es cierto, pero para ser únicos, totalmente distintos del vecino y de los demás, de los que estaban antes y de los que vendrán después. No estamos determinados necesariamente ni por los genes ni por los conocimientos adquiridos” (Punset).
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Huellas cerebrales. Pierre Magistretti amplía la perspectiva en comentario al sostener que las huellas dejadas por la experiencia en el cerebro se reasocian dando lugar a nuevas redes, nuevas huellas distintas a la original, y esto evidencia una enorme capacidad de acción transformadora en las personas, es decir, un grado mayor de libertad respecto a los condicionantes histórico-sociales y biológicos.
“Como humanos –comenta Magistretti– no nacemos con un sólido conjunto de instrucciones, tenemos que aprenderlas y las aprendemos a través de los mecanismos de la plasticidad cerebral. Esto es fantástico porque deja espacio para mucha libertad”, y permite que surja la individualidad y la responsabilidad.
Al escribir “individualidad” no me refiero al individualismo, sino al individuo que en su singularidad personal es social. Lo individual y lo social, el bien privado y el bien común, el interés propio y el interés general, no se excluyen, se complementan, y solo en esa complementariedad existen; se gestionan unificándolos, no contraponiéndolos.
Un día, hace millones de años, el ser humano bajó de los árboles y de las montañas, se agrupó en las cuevas que encontró en los bosques, alrededor de los lagos y de los ríos, y se adentró en su propia historia determinado a no ser determinado por las circunstancias.
Muchas veces, los escenarios de su itinerario han sido dramáticos, dolorosos, tortuosos, desequilibrados, criminales e injustos, pero siempre, a la larga, los muros mentales y los de piedra se han derrumbado y se ha ingresado en el ardor de un nuevo día.
Aun en la más oscura de las oscuridades el ser humano es capaz de tejer la tela luminosa de la alegría.
El autor es escritor.