El próximo 22 de febrero se conmemorará el septuagésimoquinto aniversario de la muerte de Stefan Zweig, un gigante de la literatura del siglo XX. Zweig se suicidó en Brasil, donde buscó refugio para escapar de un nazismo que lo había convertido, primero en exiliado y luego, con la anexión de Austria, en alemán. No es este el lugar adecuado para hacer un comentario general sobre su obra literaria, pero sí lo es para dar fe de que los lectores de mi generación le seguimos guardando un respeto y una admiración que deberían resurgir ahora, cuando sus ineficaces –por lo tardías– advertencias sobre el advenimiento de la barbarie, publicadas cuando ya la II Guerra Mundial se había desatado, adquieren una alucinante actualidad.
Se cree que el día antes de su muerte Zweig terminó de revisar su autobiografía, la que sería publicada en Suecia a finales del mismo año, bajo el título de Die Welt von Gestern ( El mundo de ayer ). Esta obra es un esclarecedor recuento del camino hacia la catástrofe total recorrido por Europa en las primeras cuatro décadas del siglo XX. El autor era un europeísta convencido, lo que, se puede pensar, se daba en él gracias a condiciones ambientales específicamente austríacas: su niñez y su juventud transcurrieron en Viena, “la ciudad más feliz del mundo”, capital de un imperio cuya estabilidad se tenía por permanente, y desde la cual era posible sustraerse a las conmociones sociales y políticas del resto del planeta. Él mismo parece haberse acogido a la idea de que desde el interior de una burbuja artística e intelectual, ajeno a cualquier contacto con la política, podía participar en la construcción de una Europa casi perfecta. (Omitamos el nombre de Europa y pensemos un poco en los intelectuales y los artistas de nuestro tiempo).
“Desde que me empezó a salir la barba hasta que se cubrió de canas, en ese breve lapso de apenas medio siglo, se han producido más cambios y mutaciones radicales que en diez generaciones ¡y todos creemos que han sido demasiados!”, escribe en páginas iniciales. Más adelante: “Tengo que confesar que en 1933 y todavía en 1934 nadie creía que fuera posible una centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de pocas semanas”. Y al final: “toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo este ha vivido de verdad”.