¡La gente tratando de apropiarse de la realidad a través de la fotografía! Antes de gozar —a veces siquiera de reconocer— una cosa, ya quieren fotografiarla. Contorsionándose, asumiendo posturas ridículas. Como si el mundo existiese para la foto, no la foto para el mundo. Como si cada flor, cada árbol, cada nube, se hubiese configurado coquetamente para la foto.
Los rebaños de turistas en los Jardines de Luxemburgo escupiendo flashes con sus repugnantes aparatos, cada vez más diminutos, más mezquinos, más homogéneos. No se dan cuenta de que lo extraordinario no es poner la foto en un álbum y decir: “Yo estuve aquí”, sino decir: “Esto estuvo en mí”.
La fotografía no perpetúa un momento: lo destruye fijándolo. Solo en la memoria puede el momento conservar su frescura y su dinamismo. En la fotografía se convierte en otra cosa, en algo totalmente ajeno a la experiencia. Lo vivido se torna, en cierto modo, casi irreconocible. La foto no nos revela la verdad del instante, la escamotea. Solo a través de la memoria —de la cinética del recuerdo— perviven las cosas. La memoria no traiciona, no sustituye, no falsifica. Es la única manera eficaz de revivificar las imágenes, de devolverles su durée, en el sentido bergsoniano del término. Es lo que nunca comprenderá el turista vulgar. La foto nos quita el presente. Está siempre, por su naturaleza misma, difiriéndonos a un futuro virtual, al álbum de viajes que habremos de hacer de vuelta a casa.
Suspensión de la vida. Lo que es peor: tampoco nos devuelve el pasado. Es una suspensión de la vida, no más que eso. No digo que la fotografía no tenga su razón de ser; debemos, simplemente, aceptar y entender que lo que preservará será siempre otra cosa, no lo que quisimos captar.
No se va a los Jardines de Luxemburgo a robar imágenes. Se va a ser. Lo más fácil al tiempo que lo más difícil del mundo. La fotografía escamotea el hic et nunc, el “aquihora”, sustituye el estar por el preservar. Pero ¿qué preservar, si para comenzar nunca estuvimos presentes en el lugar donde se tomó la foto? —no de manera plena, por lo menos—.
En su afán por preservar, la gente olvida estar. ¡Su comportamiento es tan frenético, tan compulsivo: es como si a punta de fotos quisiesen robarse la realidad! Cierto, en particular, de los turistas chinos y japoneses. ¡Qué falta de paz interna, qué triste incapacidad para detenerse frente a una catedral y contemplarla: no más que eso, contemplarla serenamente, sin necesidad de atacarla con sus adminículos fotográficos!
Existe, en diversas culturas, la creencia de que una fotografía puede robar el alma, atraparla dentro del aparato, o capturarla en la propia fotografía digital. Esta superstición ha evolucionado de diferentes formas, pero se conjetura que sus orígenes proceden de la creencia en el poder de los espejos.
En diversas leyendas folclóricas, los espejos tienen la facultad de robar almas. La superstición de romper un espejo y atraer así la mala suerte proviene de la asunción de que en el espejo habita el alma cautiva, y la ruptura del cristal la hiere.
En la antigüedad, los griegos, los romanos, los egipcios y muchas otras culturas utilizaban superficies reflectantes como los espejos para practicar la adivinación, la capacidad de predecir el futuro. Los espejos también eran considerados una parte fundamental de la religión y de la cultura mayas. Los espejos que abren portales a nuevas dimensiones son un lugar común en la literatura fantástica.
En Chiapas, México, existen pueblos donde todavía se mantienen las mismas creencias de los antiguos mayas. En San Juan Chamula, es ilegal tomar fotografías en las iglesias. Si una persona es sorprendida con una cámara en el templo, su delito es penado con la cárcel.
Y hay comunidades indígenas en las cuales fotografiar a la gente es considerada una falta gravísima: una vez más, la reproducción digital de la imagen les robaría el alma. Todo esto es pensamiento mágico, y lo tomo con profunda seriedad.
La superstición de los turistas chinos y japoneses —creer que la preservación del instante es más importante que la vivencia del instante— es, en cambio, monda y lironda estupidez. Los mueve el irracional, angurriento deseo de poseer, siempre poseer, y poseyendo son incapaces de gozo, de contemplación, del sereno disfrute del instante en flor.
La muerte. Si hay algo que una foto debe recordarnos, es justamente aquello que ya nunca volverá a ser. La muerte habita toda fotografía. Es, a su manera, un memento mori. Porque, en efecto, la foto congela una configuración de elementos que jamás podrán repetirse de manera idéntica. Toda foto es, en esencia, la de un cadáver —personas como catedrales, monumentos o paisajes—. Algo irreproducible.
Un álbum de fotos es, en esencia, un cementerio. Todo lo que ya no podremos reeditar, revivir. Pero nada de eso es relevante para los maniáticos que intentan irracionalmente robarse la realidad a punta de flashes. Pobres criaturas, insensatos animalitos de Dios. “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Sobra decir que me refiero a la fotografía turística, no a la fotografía artística.
Esta última no busca preservar, sino proponer una configuración de elementos inherentemente bellos, inusitados, peculiares. Es creación, no mera preservación. No nos roba el presente, nos introduce en un mundo arcano, misterioso y atemporal.
El turista acribillando a fotos la catedral de Notre Dame es incapaz de disfrutarla como realidad presente y tangible: se condena a sí mismo a gozarla únicamente en tanto que preterición, como cosa pasada e irrecuperable. Es triste, es trágico, que la sociedad nos haya llevado a desaprender el arte de ser, de estar, de contemplar serenamente las cosas. La gente toma fotos con la misma angurria y desesperación con que se precipita a los mostradores de las tiendas a comprar sus artefactos. Si pudiesen echarse al hombro la catedral y llevársela para sus casas, lo harían sin el menor escrúpulo.
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En su afán por poseer —ese mero fantasma, ese cadáver que es la foto— han olvidado el arte de la contemplación. ¿Para qué condenarnos a gozar la vida en diferido —esto es, desde la pérdida, la distancia, la ausencia— si podemos disfrutar de la plenitud del presente, el que es justamente precioso por cuanto único, irrepetible, irreproducible?
La sociedad de consumo ha creado en nosotros una gravísima insensibilidad a la belleza del momento, del instante furtivo, del aquí y el ahora. Es cosa que conviene revisar y replantearse, amigos: el arte de la vida es el arte de saber estar, de sentirse ser, de sacar de cada instante su esencia preciosa y disfrutarla in situ, en el momento mismo en que se nos ofrece.