Es siempre la misma historia: todos los candidatos hacen preguntas a sus contrincantes para tratar de dejarlos en ridículo. El problema no son las preguntas, sino las respuestas. Y lo digo en plural porque no se trata de una carrera por vencer, sino por construir algo juntos.
En un debate sería más oportuno hacerse preguntas a uno mismo sobre los asuntos acuciantes y después de responderlas problematizarlas para tener un cuadro más completo de la realidad, es decir, no tomarse tan en serio para estar dispuesto a oír otras opiniones.
En mi mundo imaginario, en una campaña, si todos hicieran ese ejercicio en los debates públicos, estos se caracterizarían por mejor razonamiento y más preocupación por entablar alianzas para emprender tareas comunes, principalmente, teniendo en cuenta la pluralidad de opciones.
No hay duda alguna, estamos en tiempos de pragmatismos racionales, no de absurdas querellas ideológicas, ni de agendas pseudohumanistas que no afrontan los serios problemas. Costa Rica no merece ni un conflicto político-religioso, ni una confrontación político-filosófica mediocre. Necesitamos concentrarnos en valores e ideales comunes, no en eslóganes populistas.
¿Por qué no lo hacemos? No creo que se deba a la falta de instrucción académica en muchos casos, aunque en otros la duda deja espacio a la certeza de insuficiencia; es miedo a perder las elecciones.
Creo que aquí estriba también la sospecha que se cierne sobre la doble candidatura: tememos que gente capaz o incapaz llegue al poder, cualquiera que sea. Sin embargo, es inevitable que algunos grupos poco críticos y muy bulliciosos lo consigan. La razón es fácil, no se han visto los signos de cordura y madurez discursiva en la política nacional, ni se ha sido suficientemente sincero con la ciudadanía en la descripción de las consecuencias de determinadas políticas, ni se ha respetado la cultura de mucha gente y, mucho menos, se ha tenido la humildad necesaria para ser un líder diáfano, congruente y respetuoso.
Ahora bien, estoy hablando no solo del poder ejecutivo, porque es el blanco más fácil de crítica. Me refiero al conjunto del poder político, que camina sobre las vías de la arrogancia desde hace tiempo. Me refiero también a tantas instituciones, llamadas «populares», que no han sabido equilibrar sus exigencias de justicia con la realidad nacional.
Me refiero también a los movimientos que olvidan que hay más costarricenses en la calle que los que ellos representan, y es necesario comprenderlos y ayudarlos a ser mejores. Pero también la empresa privada debe tener protagonismo en lo social, como hace un tiempo, porque «nación» es un concepto incluyente, que no permite vivir de privilegios o exenciones basados en amenazas, aunque vengan del exterior.
Buscar el bien común es una tarea compartida, pero hay que entender bien el término. Este incluye reconocer los conflictos inherentes a la diversidad de intereses; comprender que el otro escucha con atención las propuestas de otras personas; prestar atención a lo que el otro dice, aunque sea opuesto; hacer el esfuerzo de modificar la totalidad de las propias pretensiones para incorporar, cuando menos, algo distinto de lo que se pretende como resultado de la escucha del otro y considerar que el otro hace lo mismo; replantear las propias demandas; escuchar las demandas reformuladas por el otro; autocriticar el enfoque asumido, aunque se corra el riesgo de negar algunos intereses de los propios representados por motivos sustentables, como un ejercicio de racionalidad, y buscar una síntesis; presuponer que el otro lo hace; reanudar el diálogo en busca de un consenso. Este procedimiento debería repetir cada vez que sea necesario para respetar la dignidad del otro y hacer respetar la propia dignidad y honorabilidad.
¿Qué pasa si estos pasos son ignorados o saltados por las partes en conflicto? Este se vuelve insuperable, por consiguiente, el único camino de solución es la votación, que no deja de ser un instrumento discutible y frágil cuando de intereses se trata: ¿No es cierto que ahora todo lo tiene que resolver la Sala IV?
Estoy consciente de que lo que se presenta es una realidad ideal, en la cual todas las partes acceden a asumir con coherencia lo que se les solicita. La realidad es mucho más compleja, porque este modo de proceder exige la renuncia «ad portas» de la absolutización de la verdad de la propia causa. ¿Quién está dispuesto a asumir ese reto? Los que pretenden ser racionales y hallar mecanismos de verificación de sus postulados, que necesariamente, para ser válidos, tienen que consentir en su negación.
Ya se puede ver que Poper está detrás de lo que digo, pero es cierto también en política, en cuanto que ella se ocupa del espacio común, el de las relaciones humanas y su inherente complejidad. Los intereses de un grupo no pueden ser absolutos, porque grupos diferentes tienen otros intereses que relativizan los primeros y los primeros, a su vez, relativizan los segundos.
Cuantos más grupos existan, más relativas son las propuestas de un grupo. Pero hay algo que no debemos obviar: existe un gobierno que debe aglutinar a los grupos y disponer el ordenamiento necesario para ejecutar lo que conviene a todos, sin que por ello sea excluyente.
En este punto podemos hablar de otra irracionalidad del sistema político actual: la inclusión que excluye. No hay dudas de que el proceso de discernimiento social conlleva la toma de decisiones que afectan a grupos concretos, aunque sea temporalmente; sin embargo, ahora nadie quiere ser tocado en ningún aspecto por las decisiones colectivas.
Esa es la razón por la cual los nuevos líderes de nuestro país tienen que crear un espíritu nacional con el fin de que los distintos sectores productivos se unan al proyecto de consolidación de la nación con sus características particulares.
No es nada fácil en un mundo globalizado, que es anárquico en cuanto a la utilización y distribución de los recursos (aunque hay voluntades de individuos reales detrás de toda decisión de este tipo). Desde este punto de vista, se tienen que unir esfuerzos muy diversos.
En primer lugar, sobresale la necesaria reforma educativa, con miras a la promoción académica de buena calidad. El último «Informe Estado de la Educación» fue la crónica de una muerte anunciada desde hacía mucho por diferentes personas. Hay una cosa que es cierta: si no hay una mejoría en la educación nacional, tampoco la habrá en la educación privada.
Al contrario, menos exigente la educación nacional, menos exigente y laxa se torna la educación privada. Es difícil sostener la gallardía para mantenerse al margen de las exigencias de mediocridad en la educación privada cuando se prometen facilidades exageradas en la educación nacional. Es una cadena que desvirtúa el ser costarricense.
En segundo lugar, la actividad privada tiene que ser protagonista en el desarrollo económico del país, pero aún más en el desarrollo humano y social de este. Es la única forma en que la riqueza pase de las manos de unos pocos a beneficiar a los muchos. Sin este compromiso social, el país pierde en calidad de vida y en fuente de recursos.
Tercero, hay que tener el coraje de renunciar a los privilegios innecesarios. La meritocracia no es la solución mejor; es el trabajo en equipo y responsable que nos otorga la capacidad de mejorar. Para ello, se necesita crear un estímulo duradero para el trabajo comprometido y estable. La idea de competencia habría que transformarla en la pasión por hacer crecer la empresa común. Es cierto que los seres humanos son diferentes, pero para eso se encuentra la distribución de tareas, que nos ayuda a crear una atmósfera pacífica y armónica en la medida de lo posible.
Cuarto, y no menos importante, el espíritu de autocrítica tiene que prevalecer en todas las esferas políticas para que la transparencia sea una realidad. A los funcionarios jefes de grandes instituciones estatales no se les puede culpar de todo lo que ocurre en los mandos intermedios, a menos que se demuestre lo contrario.
El Estado es muy grande, necesita una reforma significativa, pero, aún más, despolitizarse, porque ese ha sido el gran cáncer que nos ha ahogado en deudas. El servicio civil debe ser reformado y actualizado para responder a las nuevas exigencias.
Quinto, no establecer luchas ideológicas innecesarias, sino promover el respeto y la valoración del otro como un valor trascendente, que involucra a la nación como espacio de humanidad y no de condena. Las corrientes ideológicas de vanguardias frustradas deberían tamizarse con rigurosidad, porque engendran más polarización que comunión. Y, asimismo, las grandes instituciones no estatales ni políticas, sino simbólico-culturales, deberían guardar una distancia prudencial de toda forma gubernativa y de influjo en el poder. De esta forma, garantizarían su presencia como instancias protectoras del bien común y del pensamiento crítico.
Da pena ver cómo el poder político comienza a seducir a los grupos y élites religiosas, que al final no pueden dar respuesta a las necesidades complejas de un pueblo.
Por último, hay que devolverles el sentido de libertad a los costarricenses que está definido en la Constitución Política, basado en el principio de la subsidiaridad colectiva.
Ser libre significa ser responsable del otro y de su crecimiento, y garante del desarrollo de sus potencialidades. Esa es la única forma en la que podremos salir de la tentación fácil que generan las ganancias del narcotráfico, de la violencia que parece invencible y de la intolerancia que asume arrogantemente la posición de la verdad.
El autor es franciscano conventual.