Por qué los estadounidenses fueron vulnerables a las mentiras de Rusia

El desafío más difícil es fortalecer instituciones que son vitales para el funcionamiento de la democracia, en concreto, la educación cívica y el periodismo local

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ATLANTA – Cuando en Estados Unidos se cumple un año de la elección del presidente Donald Trump, muchos todavía se preguntan cómo obtuvo la victoria, y el papel de Rusia en ello adquiere cada vez más relevancia. Cada revelación nueva que surge de la investigación de la interferencia rusa en la campaña del 2016 arroja más luz sobre la vulnerabilidad del proceso democrático estadounidense.

La semana pasada, el Congreso anunció una legislación para obligar a Facebook, Google y otros gigantes de las redes sociales a revelar la identidad de quienes les compren publicidad, cerrando un vacío legal explotado por Rusia durante la elección. Pero las correcciones técnicas y las promesas públicas de mejor conducta corporativa solo resolverán la parte más visible del problema.

El desafío más difícil es fortalecer instituciones que son vitales para el funcionamiento de la democracia, en concreto, la educación cívica y el periodismo local. Mientras no haya avances en estas áreas, las amenazas al proceso democrático estadounidense se intensificarán, y resurgirán con cada nueva votación.

Los agentes de inteligencia del presidente ruso Vladimir Putin eligieron muy bien cómo montar el ciberataque. Por Facebook pasa casi el 80 % del tráfico móvil de las redes sociales, y Google equivale a cerca del 90 % de toda la publicidad relacionada con búsquedas en Internet. Inundando ambas plataformas con mensajes automatizados procedentes de millares de cuentas de usuario falsas, Rusia logró atizar el descontento económico, racial y político.

Además, les salió barato. Según un análisis, con relativamente pocas compras de anuncios en Facebook, los agentes rusos obtuvieron acceso a una mina de oro en datos para publicidad virtual (por ejemplo, el software de segmentación de usuarios de Facebook), lo que permitió que las noticias falsas emitidas por Rusia se “compartieran” cientos de millones de veces. Se calcula que en cierto punto de este asalto clandestino, unos 400.000 bots (aplicaciones de software que ejecutan guiones automatizados) llegaron a enviar millones de mensajes políticos ficticios, que a su vez generaron un 20 % de todo el tráfico en Twitter durante el último mes de la campaña.

Ya bastante malo es que las estrellas del mundo de la tecnología no estuvieran preparadas para eludir la interferencia extranjera en la elección más importante de los Estados Unidos. Pero es más preocupante la persistente negativa de los gigantes de las redes sociales a asumir responsabilidad por el volumen de información distorsionada y falsa que se presentó como si fueran noticias (incluso cuando el papel de Rusia comenzaba a ser más evidente).

Quitando la tecnojerga sobre mejores algoritmos, más transparencia y compromiso con la verdad, las “correcciones” de Silicon Valley esquivan un hecho muy sencillo: sus tecnologías no están pensadas para separar la verdad de la falsedad, controlar la exactitud o corregir errores. Todo lo contrario: están pensadas para maximizar clics, reenvíos y likes.

Los titanes de las redes sociales quieren reemplazar a los medios tradicionales como plataformas informativas del mundo, pero no parecen interesarles los valores, los procesos y los objetivos fundamentales del periodismo. A esta irresponsabilidad apuntan los promotores del reciente proyecto de ley sobre transparencia publicitaria.

Pero el ataque de Rusia con noticias falsas a los votantes estadounidenses hubiera fracasado si no fuera por el segundo problema: un electorado mal preparado y susceptible de manipulación. El debilitamiento de la educación cívica en las escuelas y el cierre de periódicos locales (con la consiguiente menor comprensión pública de los temas y del proceso político) conspiran para crear un terreno fértil para la siembra de desinformación.

Veamos los datos: en el 2005, el 50 % de los estadounidenses que respondieron una encuesta de la Asociación de Abogados Estadounidenses no pudieron identificar correctamente los tres poderes en que se divide el gobierno del país. En el 2015 el Centro Annenberg de Políticas Públicas hizo la misma pregunta, y la proporción había llegado a dos de cada tres; un asombroso 32 % fue incapaz de nombrar siquiera uno de los poderes. Esta caída parece depender de la edad; un estudio del 2016 entre estadounidenses con título universitario halló que los de más de 65 años saben mucho más acerca del funcionamiento del gobierno que los de menos de 34.

Hay una clara correlación entre el analfabetismo democrático y el descuido de la educación cívica, política e histórica en las escuelas. Por ejemplo, en el 2006 un estudio nacional que mide el desempeño de los estudiantes en varios temas determinó que solo un cuarto de los alumnos de 12.º grado en Estados Unidos tenían formación cívica sólida. Diez años después, el porcentaje se derrumbó a menos del 25%.

Previsiblemente, en los últimos años también se deterioraron la calidad general de la educación y el acceso a cursos básicos de civismo. En el 2011, un centro de estudios que califica a los cincuenta estados por el rigor de los cursos de historia estadounidense de sus secundarias puso a 28 estados un aplazo. En un estudio del 2016 sobre 1.000 universidades de grado se encontró que solo en el 18 % era obligatorio tomar un curso en historia o política estadounidense para obtener el título.

Aunque la educación secundaria o universitaria no evitará que votantes influenciables crean en embustes o desinformación sensacionalista, la difusión viral de las noticias falsas iniciadas por agentes rusos deja algo claro: un electorado carente de educación cívica básica es más propenso a caer en provocaciones diseñadas para atizar tensiones partidistas.

Riesgo que se agrava por los cambios en la industria periodística. Conforme las grandes empresas de Internet van quitando ingresos publicitarios a los medios tradicionales, las redes sociales se han vuelto la principal fuente de noticias de mucha gente. Las organizaciones periodísticas tradicionales, especialmente los periódicos locales, van desapareciendo, y se reduce el acceso de los votantes a información esencial para tomar decisiones políticas informadas.

Las cifras son sorprendentes. Desde el 2004, el 10 % de los periódicos de pequeña tirada tuvieron que cerrar o fusionarse. De los que sobreviven, más de un tercio cambió de dueños, en un proceso que concentra la industria en menos manos. Esto se tradujo en despidos, recortes de costos y menos información sobre temas nacionales.

En cuanto a la responsabilidad cívica de los medios, eso también parece haberse deteriorado. El manual de gestión de un fondo de inversión que posee tres diarios y 42 semanarios no se anda con pelos en la lengua: “Nuestro cliente es el publicista”, dice el documento. “Los lectores son los clientes de nuestros clientes”, así que “trabajamos con una redacción reducida”.

La intervención rusa en la elección presidencial estadounidense del 2016 fue un hecho histórico, pero también sintomático de retos más grandes a los que se enfrentan los estadounidenses. Una población que no entiende plenamente su propia democracia debe ser motivo de preocupación no solo para los profesores de educación cívica, sino también para los expertos en seguridad nacional. Pero no hacía falta que viniera Putin a recordárnoslo. Ya lo advirtió Thomas Jefferson: “Una nación que espera ser ignorante y libre a la vez espera lo que nunca ha sido ni será”.

Kent Harrington fue analista superior y director de asuntos públicos de la CIA, director nacional de inteligencia para Extremo Oriente y jefe de destacamento en Asia de la CIA. © Project Syndicate 1995–2017