En el momento de escribir esta columna, el proceso electoral de Estados Unidos no ha concluido. Como lo explicó el presidente López Obrador —no lo dijo así pero su forma pausada de hablar permitió escuchar «entre líneas»― todavía podría ocurrir lo que aconteció cuando, en el 2000, el candidato demócrata Al Gore fue despojado de los votos electorales de Florida de una manera que sigue pareciendo turbia.
Sorprende que, habiendo quedado aquella vez en evidencia el hecho de que el sistema electoral de los Estados Unidos no merece figurar entre los más confiables del mundo, pasaran 20 años sin que se hiciera algo para modificarlo haciéndolo aunque fuese un tanto más eficiente, transparente y democrático que, por ejemplo, el de la India o el de Bulgaria.
Aun cuando gobernantes peores que él participan cada año en la Asamblea General de la ONU, no hay duda de que Trump es tan impresentable que sentiremos alivio cuando «las autoridades competentes» —cita de AMLO― proclamen la victoria del candidato Joe Biden; lo cual no evitará que lo ocurrido después del 3 de noviembre reavive las dudas sobre la autoridad moral de un Estado habituado a imponer a sangre y fuego, en todo el mundo, un modo de elegir a los gobernantes que él mismo no practica.
Tras un entretenido examen, tanto en la prensa como en las redes sociales, del repudio a Trump expresado por la que parecía ser la mayoría de los costarricenses, encontramos en esa suerte de consenso dos desalentadoras contradicciones.
La primera, notable desde mucho antes de las recientes elecciones, fue la condena, sospechosa de hipocresía, de diversos comentaristas que se pronunciaban contra Trump, pero al mismo tiempo aplaudían, tanto en el ámbito local como en el escenario internacional, acciones políticas típicamente trumpianas.
Podemos suponer que, en el fondo, piensan que salvo por la chabacanería del actual ocupante de la Casa Blanca, Joe Biden no significará cambio sustancial alguno.
La segunda contradicción se encuentra en el afloramiento, después de las elecciones, de un tsunami de simpatías por Trump que nos induce a sentirnos muy pesimistas con respecto al futuro político de nuestro país. Tememos que las dos versiones del trumpismo sean tan contagiosas como el uso de los pantalones vaqueros.
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El autor es químico.