Envejecer no es necesariamente un paseo. A partir de cierto momento comenzamos a recibir facturas por haber vivido mucho y hay que pagarlas.
Es algo que debimos sospechar desde cuando, aún jóvenes, a veces incurríamos en el desgaste de una fiesta que comenzaba, por decir algo, un atardecer y, para hacer el cuento corto, el alba del día siguiente nos pillaba con la corbata suelta, el cabello desorientado, ojeras amplias, el estómago revuelto y, por añadidura, una debilidad en la billetera.
No todas las fiestas terminaban así, pero es muy probable que ese final resulte ser igual al que tendrá la vida y allá cada cual con sus esperanzas.
Es lógico que a los viejos nos irriten ciertas muestras de menosprecio en unos casos y de descuido en otros, pero es innegable que todos nosotros contribuimos en alguna medida al déficit de solidaridad que hoy nos sorprende.
Es una culpa de la que no nos liberaremos a base de remordimientos. Por razones de sobra conocidas, en estos últimos meses nuestra sociedad ha ido dejando al descubierto endebleces que se nos habían deslizado debajo de la alfombra y, aunque desde todas las tiendas políticas y religiosas surgen o parecen surgir declaraciones de arrepentimiento, en realidad seguimos dándonos de codazos con el fin de salir indemnes del presente naufragio.
Como botón de muestra bastaría la rapiña “de territorio ocupado” a la que están sometiendo a este país.
Pero tal vez ha llegado el momento de pensar en la única condición que le pondríamos —si hacerlo estuviera en nuestro poder— a la visitante inevitable para firmarle nuestra rendición incondicional: que no prive a los niños ni a los adolescentes de las dulces, insípidas o amargas experiencias que alcanzamos a vivir.
Si a estas alturas ni la muerte nos puede quitar lo bailado, debemos tratar de que no les quite a ellos lo por bailar. Sería injusto y eso tiene que desvelarnos.
Aun cuando creamos que los menores de edad superan con más facilidad la covid-19, también hay indicaciones de que la dolencia puede dejarles secuelas de extrema gravedad.
Eso hace que sea nuestro deber procurar que, de lograrse el desarrollo de una vacuna confiable, se destine en primer lugar a la protección de los niños y los adolescentes. Eso lo haría hasta la horda más primitiva.
El autor es químico.