El único deporte que practicábamos en mi barrio era la mejenga futbolera con muchos goles y abundantes pleitos, pero un día un promotor deportivo que había estudiado en Estados Unidos nos enseñó a jugar al béisbol, lo que no me vino mal porque un año después me iría a Cuba, donde, en la Escuela Politécnica de Matanzas, pasé a jugarlo como si fuera nativo, solo que allá ese deporte era llamado “pelota”.
Recién llegado, me conminaron a declararme fanático de alguno de los cuatro equipos que participaban en el torneo profesional de pelota de la Isla, y aquello me planteó un problema: todos mis compañeros eran fanáticos rojos del Habana o azules del Almendares, los clubes que ganaban los campeonatos y, como en mi acuartelamiento tenía que convivir con no menos de cien aspirantes a boxeadores, me sentí enfrentado a lo que en los tiempos actuales llamaríamos una circunstancia de prudencia mínima.
Consideré que la manera más segura de conservar mi integridad física sería alejarme de las barras bravas escogiendo uno de los vagones de cola: el Cienfuegos (verde) o el Marianao (anaranjado), que se repartían equitativamente las palizas, aunque no era fácil encontrar un mérito que me permitiera elegir uno de aquellos perdedores.
Por suerte, una noche, mientras escuchaba la narración radiofónica de un juego entre rojos y anaranjados, me cayó la peseta. El mánager o director técnico del Marianao era un viejo pelotero, no muy barrigón y con pinta de profesor de Filosofía, pero todavía vivaz, un tío simpático llamado Adolfo Luque, quien en aquella ocasión estaba recibiendo una paliza de tamaño emperador.
Luque comenzó a llamar a los de la banca con la esperanza de que alguno pegara el batazo salvador, pero los convocados no hacían más que empeorar las cosas, y cuando yo empezaba a sentir lástima por él, el filósofo beisbolista, impulsado por una digna desesperación, hizo algo que lo convertiría en mi héroe.
Incrédulos, los aficionados escucharon lo nunca oído: que el casi anciano mánager entraría al terreno como bateador emergente.
Me causa mucha tristeza dejar constancia de que Luque no logró el milagro de cambiar la suerte del juego, pero aquel acto de hundirse con el barco sin esperanza alguna me pareció tan glorioso que ahí mismo decidí ser fan del viejo capitán y su equipo.
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El autor es químico.