Al parecer, la agotadora tarea de emitir tuits le impide al presidente Trump escuchar, llegada la noche, los relatos que le prepara el cuentacuentos oficial de la Casa Blanca. No obstante, viéndolo tan entusiasmado con la idea de “borrar oficialmente” del mapa a Irán —potencia heredera del Imperio persa— y tomando en cuenta que según ciertos historiadores Estados Unidos es la potencia heredera del Imperio romano, sería deseable que una noche de estas el Potus se adormilara escuchando la historia de Publio Luciano Valeriano, el político romano que, tras varias casualidades para él mismo sorprendentes, un día amaneció convertido en emperador de Roma.
Se cuenta que a Valeriano se le llenó la cachimba de tierra cuando los persas cometieron excesos militares en regiones que hoy forman parte de Turquía y decidió que él mismo conduciría a las invencibles legiones romanas en una campaña bélica destinada a aniquilar para siempre el molesto Imperio persa. Así que le dio el rango de césar a su hijo, lo dejó a cargo del gobierno y se largó para Oriente al mando de una fuerza militar tan aparatosa que, para financiarla, tuvo que, entre otras cosas, machacar a cuanto cristiano se encontró en el camino y despojarlo de sus bienes. Sin paga y sin rancho, la soldadesca no combate.
En las proximidades de Edesa, las cosas no le salieron a Valeriano tan bien como esperaba. Sin esforzarse demasiado, el rey Sapor I de Persia lo capturó junto con buena parte de su imbatible ejército: la mayor humillación que recibiría nunca Roma, pues aquella fue la única vez que su emperador fue cautivo de un monarca extranjero. Valeriano jamás fue liberado, y en torno a su suerte final se tejieron diversas versiones: que Sapor I lo utilizó como taburete para subirse a su caballo; que Sapor I lo hizo desollar y usó su piel, teñida de rojo, a manera de estandarte; que durante varios años fue obligado a trabajar junto con sus legionarios en la construcción de obras públicas en Persia; y, de hecho, se afirma que, todavía hoy, en algún lugar de Irán o Irak se conserva parte de una muralla —¿fronteriza, tal vez?— conocida como “el muro del césar” porque la erigieron Valeriano y sus desgraciados subalternos.
Se correría, es cierto, el riesgo de que al césar del siglo XXI le sobrevenga una semana de insomnio.
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El autor es químico.