“General, ¿por qué, si se os ordenó utilizarlas, las bombardas siguen ociosas?”. “Majestad, la intendencia no nos suministró bolaños, missilis non habemus”. “Si es así, general, ordenad la retirada; el próximo verano retornaremos a repetir el asedio”. Así funcionaban los asuntos en el pasado, cuando era normal que las órdenes circularan con una lentitud que muchas veces causaba desastres civiles y militares. Hoy, los avances en los medios de comunicación han abierto la posibilidad de que desaparezcan de las actividades burocráticas los rasgos de estulticia que se podían achacar a la descoordinación causada por las distancias que se interponían entre los responsables de la toma de decisiones. Contamos, entre otras cosas, con una telefonía inalámbrica que pone a “vivir en la misma tienda” a jerarcas separados por montañas y océanos, y por ello resulta inexplicable que en ciertos aspectos nos sigan superando en eficiencia las abejas exploradoras que, describiendo en el aire unos garabatos al parecer copiados del alfabeto árabe, les dicen a sus congéneres: “Apúrense, tomen aquel rumbo porque en esa dirección abundan las flores”.
Aparte de que un entomólogo indagaría de manera más apropiada, habríamos de preguntarnos por qué los jerarcas de algunas instituciones, a pesar de tener fácil acceso a modernos medios de comunicación instantánea, se comportan como si sus cerebros tuvieran menos neuronas que los de las abejas. Esta reflexión surge de una experiencia bastante frecuente: cualquier día, mientras usted camina por la ciudad ve con satisfacción que un grupo de competentes obreros ha dejado la calle bien recarpeteada y mejor demarcada que una cancha de fútbol antes de un partido. Usted se propone felicitar a la entidad municipal o gubernamental que ordenó el milagro, pero un rapto de desmemoria le impide hacerlo.
Pocos días después, repite el recorrido y ahí, en la misma calle, encuentra al milagro moribundo, víctima de unas heridas cavernosas abiertas, con toda clase de máquinas, por otra cuadrilla, enviada esta vez por una entidad oficial diferente a tender cañerías, tuberías de desagüe o cables eléctricos. Queda así confirmado que la estupidez impresa en el ADN de la burocracia es indomable, incluso cuando dispone de las más refinadas técnicas de comunicación.
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