Hay quienes consideran que los tuits fueron inventados, antes de 1945, en la comunidad hispanohablante de Alajuela, por lo que deberíamos llamarlos trinos o píos. Había en la ciudad un quinteto profesional formado por un director, un hombre-cartelera y tres músicos, el más ruidoso de los cuales era el que apaleaba un tambor como si fuera un homenaje a Juan Santamaría. Cuando los contrataban, desfilaban por las calles haciéndoles bulla a un establecimiento comercial, a un candidato a diputado que no podía anunciarse en la prensa, a un circo de mala muerte perdido por aquellos pagos o al estreno de una película americana o argentina que venía con la calificación de monumental. El director voceaba los anuncios sirviéndose de un arcaico megáfono, y aun cuando el motivo publicitario era casi siempre mundano, se las arreglaba para intercalar, por cada cierto número de alaridos, una cita bíblica o literaria, modificada para que no sobrepasara algo así como unos 150 signos.
¿Quién se iba a imaginar que, pasado menos de un siglo, andarían en lo mismo, con métodos y por razones algo más complejos, todas las personas poderosas y famosas del mundo? En efecto, hoy la civilización vive pendiente de los gorjeos del Papa, de Putin, de Messi, de Merkel, de Rajoy y de Keylor Navas, pero el trinador por excelencia es Trump, presidente de la potencia económica y militar más portentosa que haya existido desde que se inventaron los reinos guerreros allá por Mesopotamia.
En mi vida me he encontrado con varios libros que dicen contener los diez, veinte, treinta o cincuenta discursos que cambiaron el curso de la historia. En todos ellos figura la alocución pronunciada en noviembre de 1863, en el cementerio militar de Gettysburg, por Abraham Lincoln, mal que nos pese uno de los predecesores de Trump en la Casa Blanca. Muy conciso –más corto que esta desechable columna– es una maravilla de composición que, tras cada lectura, convoca nuevos motivos de admiración y, como suele decirse de los grandes poemas, traducirlo podría ser un acto perverso. Se dice que Lincoln lo escribió de una sentada y en condiciones precarias, y hay leyendas sobre la calidad del papel en el que garabateó el borrador. Algo terrible le debió ocurrir al espíritu de un país para que la bella y elocuente concisión del Discurso de Gettysburg terminara sustituida por la de unos absurdos trinos, tuits o píos de Trump.