Hay un bochorno en ciernes que, hélas, podría pasar inadvertido. En una crisis de ingresos, convendría aprovechar el bajo costo del arroz importado. Sería un gran alivio para el pobre, pero el alto precio regulado del arroz lo impide.
El arroz ha tenido un precio internacional menor que el que pagamos. Se importa barato y se vende caro a precio forzado. La diferencia se la embolsan un puñado de grandes productores que se llevan la tajada del león, en nombre del pequeño productor. Nada menos cierto.
Luis Mesalles decía que 10 productores se quedaban con la mayor parte de los beneficios (La Nación, 1/10/2010). ¿De cuánto hablamos? En un estudio para el BID, Ricardo Monge y Luis Rivera demuestran que del excedente entre precios internacionales bajos y precios locales regulados los pequeños agricultores recibían unos $6.000, mientras los grandes se embolsaban más de $500.000 al año, pagados por consumidores. Así se encarece el arroz en la mesa del humilde.
¡Escandalosa práctica! El arroz no es cualquier cosa. Es nuestro principal alimento. A diario, lo consumen siete de cada diez familias. En las mesas más sencillas, se lleva el 10 % del ingreso familiar. ¡Y, para colmo, en Navidad nos recetaron un aumento!
Hay que defender al pequeño agricultor porque realmente lo necesita. Pero no en detrimento del pobre consumidor. Eso demanda un coraje político casi desconocido porque el que tiene más galillo traga más pinol. Costa Rica produce la mitad del arroz que consume.
Ahora, se solicita importar 60.000 toneladas con cero aranceles para venderlo al precio regulado. Eso dejaría en pocas manos una ganancia de miles de millones de colones. Ciclo avieso que se repite en todas las administraciones. Tal vez la covid-19 logre lo que sensatez y decencia no han podido.
Frente a la pandemia, entre todas las acciones muy bien emprendidas, el gobierno tiene un instrumento de beneficio colectivo que no le costaría nada al fisco: desregular el precio del arroz, romper el monopolio de importación y trasladar al consumidor el beneficio de la libre competencia. Potuit, decuit, ergo fecit, decía Duns Scoto: si se puede y conviene, se hace. El gobierno puede, el gobierno debe. ¿Lo hará? Está por verse.
La autora es catedrática de la UNED.