Las circunstancias de la política cambiaron, y quien obtenga el poder a lomo de los tradicionales discursos complacientes pagará el precio, si no en las urnas, en el ejercicio del poder. Interferir ahora con los ajustes necesarios para sanear el fisco entraña la torpeza de desaprovechar la voluntad de otro de pagar el precio político y siembra la crisis de la próxima administración.
Hasta hace poco, era posible posponer decisiones. Había espacio para el agravamiento de las finanzas públicas, pero ya llegamos al límite y los mercados financieros muestran una sensibilidad inmediata, para bien o para mal, a todas las vicisitudes de nuestra fluctuante política.
Aprueba la Asamblea Legislativa el convenio con el FMI y los bonos soberanos suben de precio, lo cual eventualmente conduce a una disminución de las tasas de interés.
Proclaman diputados y aspirantes presidenciales su desinterés por la agenda derivada de ese acuerdo o la necesidad de renegociar elementos clave, y el mercado se mueve en dirección inversa.
Hay poco margen y las principales fuerzas políticas lo saben. La crisis futura, a falta de acción eficaz, es a corto plazo, tan corto como para inaugurar cuatro largos años de la próxima administración.
La demagogia es, en consecuencia, más peligrosa que en otros momentos de la historia y pasará la cuenta de inmediato.
El próximo gobierno será débil. Salvo un acontecimiento extraordinario, quedará lejos de la mayoría parlamentaria y no contará con la base política antaño proporcionada por las estructuras y lealtades partidarias.
La erosión del apoyo e imagen del mandatario también tiende a producirse ahora a paso acelerado, más si el punto de partida no es sólido, producto de la campaña electoral o de acontecimientos pasados.
El próximo gobernante podría quedar en el aire en un dos por tres si a esas inevitables debilidades suma un grosero incumplimiento de promesas electorales o un rápido distanciamiento del discurso de campaña para obedecer a la realidad.
Si, por el contrario, da la espalda a la realidad para gobernar en línea con el discurso complaciente, poco tardará en sumir al país en una profunda crisis.
El cambio en la política nacional, manifiesto en la atomización de fuerzas, el debilitamiento de los partidos y la creciente desconfianza de la ciudadanía, exige replantear el discurso.
Quizá la demagogia todavía funcione como recurso de campaña, pero dejará a sus practicantes mal posicionados para gobernar.
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