Me pela, es decir, me da igual, absolutamente lo mismo: que lo hagan en nombre de Dios o Alá para vengar a víctimas de la guerra, defender las buenas costumbres, el cambio social, el gobierno o hasta el derecho a la vida de los no nacidos. O para saldar cuentas por un “tumbonazo” entre narcos. Que el asesinato sea en Turquía, en Berlín o en Alajuelita es, desde el punto de vista moral, un dato secundario. Un sicario es un sicario, mata por convicción o por oficio, punto. Su retórica es pura envoltura, lo que cuenta es su acto y ese acto es violencia política sin destilar. Maldad, además.
Una cosa es entender el contexto que produce la violencia, los factores que la explican, otra distinta es justificar los actos violentos. Matar a un embajador ruso en venganza por la salvajada del gobierno ruso en Alepo, Siria, como ocurrió la semana pasada, es una salvajada sin nombre que solo alimentará la espiral de la guerra. Brutalidad es también la del tipo en Colorado Springs, Estados Unidos, a medio mundo de distancia, quien en el 2015 mató e hirió al atacar una clínica que practica abortos, un procedimiento legal en ese país, porque esa práctica le resulta ofensiva para su modo de pensar. Y así podríamos llenar libros enteros sobre la maldad razonada.
En esta década en la que las violencias de todo tipo parecen apoderarse de nuestras relaciones sociales, fortalecer una cultura y prácticas de paz se torna un asunto crucial. Quizá el único tema en el que no se puede ser tolerante o selectivo: si empezamos a condonar la violencia de un lado mientras condenamos la del otro no haremos más que alimentar las llamas de la locura colectiva, un atentado contra nuestra común humanidad.
“Ojo por ojo y el mundo quedará ciego”, dijo Mahatma Gandhi, el gran líder del cambio social por medios no violentos. Más recientemente, el papa Francisco habló sobre la necesidad de una “conciencia de paz global y personal”. Ciertamente, el mundo es ancho y ajeno, para parafrasear a la célebre novela de Ciro Alegría, y somos menos que un grano de arena frente a las fuerzas que hoy empujan las violencias, pero no nos queda otra que unir esfuerzos para que la razón ilustrada, con compasión, se abra paso en este mundo.
¡Cómo debemos estar alerta en nuestro país! Quizá no somos vulnerables a la violencia sectaria religiosa, pero la violencia sicaria se nos está colando y amenaza con descomponer a una sociedad que tanto ha procurado vivir por medios pacíficos. Por eso, cuando pienso en el 2017, me abrazo a la esperanza de ser capaces de vivir en paz.