A través de la historia, en todas las civilizaciones, los poderes religioso y político han interactuado muy estrechamente; a veces en armonía y en otras en abierta pugna.
Esa relación sigue hasta nuestros días. En el mundo occidental, tras la Revolución Francesa, se impuso la separación entre Iglesia y Estado; en muchos países islámicos la influencia religiosa es tal que los esfuerzos de secularización han sido mucho más difíciles (e inclusive se han revertido, como en Irán).
En América Latina, el peso y la voz de la Iglesia Católica siguen siendo considerables y, por tanto, muy respetados. De allí que tanto quienes detentan el poder como los que se sienten marginados por este, procuran su apoyo. Inevitablemente, el altar no ha escapado a la politización.
Ahora que el nuevo arzobispo de San Salvador, Fernando Sáenz, ha optado por no hacer comentarios sobre asuntos político-económicos, ha cundido el desánimo y la preocupación en sectores de ese país que ven en esta actitud un giro conservador, de complacencia con la derecha gobernante.
No creo que sea necesario que un prelado tenga que hablar cada domingo de tales asuntos. Monseñor Sáenz tiene derecho a imponer un cambio de estilo, y este no tiene por qué causar alarma.
A los antecesores de Sáenz -Romero y Rivera- les correspondió hablar y actuar en circunstancias sumamente dramáticas. En buena hora lo hicieron.
Sin embargo, sí es importante que la Iglesia se mantenga vigilante en El Salvador ante cualquier síntoma de descomposición social, de violaciones a derechos humanos y de todo aquello que pueda poner en peligro el costoso proceso de pacificación, reconstrucción y reconciliación.
Callar en tales circunstancias es tomar una posición política y sería tan censurable como abusar del púlpito para fines demagógicos.