No hay duda de que los ecos de la Navidad no se apagan serenamente. Dichas fiestas son bellas por su gran contenido simbólico y religioso. Nos hablan de ternura, de familia, de historia conflictiva, de incomprensión, de reconciliación y de buenas noticias. Todo dentro de un solo contexto histórico. Por eso, esas fiestas nos hablan de la vida tal y como la experimentamos. Dentro de este contexto festivo, he vuelto varias veces a un poema de Facundo Cabral: “El sermón de la montaña”. Pero, sobre todo, el refrán del poema-canción me ha hecho pensar mucho, porque se separa del texto del sermón de Mateo para ofrecer una canción de cuna, como si las palabras de Jesús nos invitaran a recomenzar la vida.
“No crezcas mi niño, no crezcas jamás/ los grandes al mundo le hacen mucho mal./ El hombre ambiciona cada día más y pierde el camino por querer volar./ Vuele bajo, porque abajo está la verdad./ Esto es algo que los hombres no aprenden jamás".
Hay mucha profundidad en estas frases. La imagen del volar parece contradecir el hecho de ir hacia bajo. Volar significaría encumbrarse en las alturas, pero el verdadero vuelo, es decir, la capacidad de ser humano de verdad no se encuentra en aquello que la gente piensa que es excelso. Ir hacia abajo significa reconocer la propia condición y la de los demás: esa igualdad radical de nuestra biología (con sus grandezas y límites) que nos expulsa con total indiferencia de la condición social en la que nos hemos colocado para hacernos conscientes de que todos estamos hechos de la misma madera. Esta certeza nos obliga a tener una mirada diferente delante de los que nos rodean.
Ambicionar egoístamente es negar nuestra humanidad porque nos hace crear una imagen de nosotros mismos que pervierte nuestra alma. El ambicioso comienza a elucubrar malicia para destruir a los que obstaculizan su camino. Si se trata de una persona inteligente, termina por crear un dolor inmenso a quienes tiene a su lado porque su agudeza le permite jugar con informaciones manipuladas para su provecho, lo que genera distancias e incluso odio y venganza. Pero, si no lo es, se transforma en un violento que desesperadamente busca destruir y hacer guerra, pensando que su pretendido poder lo puede salvar de la derrota.
Por eso “los grandes” hacen mucho mal, porque no tienen en cuenta una realidad mucho más amplia que los circunda, sin la cual no podrían subsistir en sus pretensiones. En efecto, no hay “grandeza” sin que exista alguien a quién humillar. La grandeza nacida de la ambición necesita ser reconocida, de lo contrario demuestra su vaciedad. Cuando aquellos que viven de tanta vacuidad se sienten amenazados en su pretensión de aplauso y en su potencia para generar miedo, buscan acabar con la fuente que relativiza su poder.
Debilidad en la grandeza. Herodes el grande, según el relato de Mateo, se da cuenta de que hay unos magos de Oriente que preguntan por el rey que ha nacido, entra en pánico y programa una catástrofe. ¡Cuántas otras vorágines de violencia no hemos sufrido por la misma razón! El miedo de uno de los “grandes” produce mucho mal a la humanidad simple y sencilla, al trabajador asiduo o al anciano enfermo. A Herodes se le llamaba “grande” porque se le creía invencible, aunque sabemos que mandó asesinar a miembros de su propia familia, solo por miedo. ¿Qué hay de grandioso en esto? Mantenerse en la grandeza significa vacilar en la debilidad y dejarse dominar por un terror irracional.
Abajo está la verdad. Reconocer nuestra humanidad es solo el primer paso para la solidaridad. Engrandecerse a sí mismo es perder la oportunidad del encuentro con otros porque quien se siente superior considera que pierde tiempo cuando se relaciona con los inferiores. Pero ¿cuánta sabiduría no existe en una experiencia vivida por una persona, nacida de un sufrimiento padecido o de una alegría compartida? El secreto de una vida auténtica no se encuentra en el volar alto hacia las cimas de la autoexaltación, sino en bajarse para encontrar la ocasión de la verdadera comunicación.
Venían de Oriente, de una tierra lejana. Mateo hace pensar que habían caminado unos dos años (recordemos que Herodes preguntó a los magos cuándo habían visto la estrella). El texto de Mateo nos induce a pensar en la perseverancia, en la capacidad de ver más allá de nosotros. Ver el cielo es sinónimo de pensar en el futuro y en la posibilidad del cambio. Cuando se tiene este catalejo, es posible recrearse y caminar para encontrar nuevas cosas. Nadie sabía en Jerusalén que había aparecido una estrella en el cielo, solo los extranjeros la habían visto. Este detalle narrativo nos tendría que hacer pensar: ¿Estamos atentos a lo que realmente pasa en nuestra vida o estamos apegados solo a nuestra ambición?
Ciegos ante la verdad. Es fácil engañarnos con que nuestro pequeño mundo de deseos es la realidad. Pero la verdad es que en la historia se generan múltiples cosas llenas de sabiduría y buen sentido común, sobre todo en los ambientes más humildes y sencillos. Cuando la gente quiere ser buena, lo es de verdad y eso produce esperanza, deseos de vivir, gestos de afecto y desprendimiento. En cambio, la ambición causa ceguera y desprecio. Los magos en Jerusalén, nos dice Mateo, sorprendieron a todos y se produjo miedo porque su pregunta dejó entrever actitudes escondidas.
No querer perder lo que se quiere retener es siempre un motivo para transformarnos en personas violentas. Esa violencia, sin embargo, tiene rostros distintos. Algunas veces es evidente, como aquella que nos cuenta el Evangelio, cuando Herodes no obtuvo la información de los magos: matar a todos los niños de Belén. Pero no es la única manera de expresar el odio que nos domina porque desde las sutilezas de los comentarios en las redes sociales hasta las grandes proclamas discursivas en foros públicos, todo se vuelve ocasión para destruir.
“No crezcas, mi niño, no crezcas jamás”. En Navidad se celebra el nacimiento de un niño, si ponemos en relación este hecho con el poema de Cabral, nos encontramos delante de una encrucijada. La Navidad nos deja un mensaje de ternura y cercanía, nos recuerda los bellos momentos de nuestra vida y el deseo de que esos momentos no desaparezcan, sino que permanezcan como una constante en nuestra vida. La verdad es que esos esperados momentos no aparecerán siempre porque crecemos y entramos en el mundo que nos ha sido confiado, lleno de contradicciones que es necesario conciliar.
Hay una esperanza. ¿Si siguiéramos siendo niños, creciendo en la inocencia de las buenas intenciones y gozando de la amistad y cercanía de los otros? El poema de Cabral es un desafío a ver otras posibilidades para nuestro corazón. En el Evangelio de Mateo, el rey nacido se transforma en migrante, en un fugitivo del deseo de grandeza de otros. Así comienza una aventura nueva, que lo hará “volar bajo”. Anclarse en la realidad significa no tener miedo a perder espacio de poder porque la verdadera autoridad viene de quien comprende y vive de los que han tenido que sufrir las consecuencias de una sociedad injusta.
El gran problema al que es necesario responder se nos propone al final del poema de Cabral porque pareciera que la tentación de la ambición resulta más fuerte que nuestra convicción por la virtud y la justicia. Pero en estos versos hay una repetición interesante, la palabra jamás. Es una negación rotunda, que pretende subrayar algo que no puede suceder más en la historia humana. El contraste es notorio: el deseo es que el niño no crezca, pero los hombres (entiéndase los que crecen y son mayores) no comprenderán la necesidad de permanecer niño.
Buscar grandezas es siempre buscar falsedad, vivir como un niño la vocación a la apertura de lo pequeño es abrirse a la verdad. Abajo está la verdad porque solo en la comunicación asertiva y límpida, y en la consideración de la importancia de toda vida humana, encontramos el verdadero sentido de lo que significa ser persona. La belleza ha nacido para ser contemplada gratuitamente por el ser humano.
Hay un principio esencial para aquellos que tienen que liderar o representar los intereses de una empresa o nación. Si no se vuela bajo, no tocamos la verdad con las manos. “Volar alto” significa considerar la realidad como amenaza, de allí las terribles consecuencias de nuestras decisiones porque defender nuestros privilegios no es otra cosa que menospreciar al otro por ser menos. Por esta razón, “volar bajo” nos ayuda a comprender mejor cómo nuestras fuerzas y capacidades pueden ayudar a construir un mundo mejor. En otras palabras, a ponernos en camino como aquellos sabios de Oriente que no cerraron sus ojos al cielo.
El autor es franciscano conventual.