Todos experimentamos nostalgia de la libertad que teníamos antes de la pandemia. Pero si nos ponemos a pensar con detenimiento, no es que nos sintiéramos verdaderamente libres. Bastaba con entrar a un medio de transporte público para sentir la frialdad de tanta gente que nos acompañaba en nuestro recorrido.
Aun si viajábamos con un conocido, o lo encontrábamos por casualidad en ese contexto, las conversaciones eran parcas y simples: existía la sensación de estar rodeado por husmeadores impertinentes. Lo intuíamos porque también nosotros lo éramos.
¿Qué otra cosa cabía hacer mientras se esperaba llegar al lugar donde descendíamos? Lo que se escondía en ese silencio era una ley oculta: no hablar porque hace daño. Por eso, cuando alguien ocasionalmente rompía la regla y nos regalaba una excusa, se hablaba, se comentaba y se reía, pero se conservaba como un tesoro el anonimato.
La pandemia y su aislamiento nos hacen tener nostalgia incluso de los apretujones y malentendidos que podían vivirse día tras día. ¡Hasta las fastidiosas presas retozan como recuerdos de un ayer deseado!
Perdimos proximidad, abarrotamiento, la incomodidad del otro y el sentido de seguridad. Por ejemplo, hay ciudades donde el miedo al otro se hace tan explícito que no bastan las medidas de seguridad, las mascarillas o las distancias para ensayar el más mínimo acercamiento.
El miedo a caer enfermos nos da pavor. Por esa razón el deseo de que todo fuera como antes, incluso en su imperfección, nos martillea la cabeza y nos hace suspirar.
Viejo estado de cosas. Sí, la normalidad era consentimiento de la incomodidad con la que vivíamos, pero con derecho al reclamo público o privado. Empero, al fin y al cabo, era consentir con naturalidad y acríticamente un estado de cosas y unas reglas de juego por todos conocidas.
Habíamos desarrollado en esa normalidad la falta de asombro, la indiferencia petulante y la sensación de dominio en nuestras pequeñas parcelas de poder. Por eso, nos parecía no tener miedo de lo habitual, solo lo extraordinario nos sacaba de nuestro ensueño como la muerte inesperada de alguien, los temblores fuertes (y eso que a medias), las calamidades naturales o la pérdida de nuestro trabajo.
Más allá de todos esos imprevistos, no había motivo para temer lo normalmente cotidiano. Hoy, parece que ese mundo se derrumbó y todos esperan el advenimiento de otro que nos permita desarrollar un nuevo espíritu de supervivencia aprendiendo nuevas reglas, desarrollando nuevos hábitos y tratando de reconstruir ese sentimiento de estar en control de la existencia.
Una vez más volvemos a la misma tentación: pensar solo en nuestro “bienestar” en el consentimiento. No es halagüeño pensar que esa es la clase de vida que deseamos porque significaría dar la victoria de nuevo a la mediocridad.
¿Era nuestra normalidad una vida a medias tintas? En gran medida, porque perdíamos, indiferentes, la oportunidad de vivir con intensidad y entusiasmo.
Vivir con intensidad no es otra cosa que aprovechar el momento para abrirse al encuentro, para estar atento al palpitar de la existencia que hay a nuestro alrededor y para soñar con otros nuevas posibilidades de acción y de relación humana.
Ser entusiasta es dejarse seducir por la posibilidad, la capacidad de expresión y la pasión por transformarse continuamente. Valdría la pena honrar nuestra vida con estos dos ingredientes, porque en ellos descansa la fuerza de la libertad que tanto nos hace falta hoy.
Construcción colectiva. Esperamos una nueva normalidad como si fuera algo que cayera del cielo. Ciertamente, ella no será seguir sin más las normas sanitarias para evitar la propagación del virus. Eso sería fútil porque se trata de medidas paliativas y respuestas condicionadas por un problema social y biológico que se intenta resolver.
La nueva normalidad debe ir mucho más allá de eso porque es una construcción colectiva, aunque no nos hayamos dado cuenta. En otras palabras, dependerá de nosotros, de cada uno, ir delineando sus contornos y sus potencialidades.
Está claro que no partimos de cero. Hemos heredado un tipo de sociedad con recursos, contradicciones, ambigüedades, fracasos y éxitos.
Volver atrás no basta, estamos en una encrucijada única donde tiene que prevalecer una profunda reflexión sobre nosotros mismos.
No basta con “matar el tiempo” esperando que todo pase; hay que saber aprovechar este aislamiento para hacer desaparecer lo que no nos deja compartir nuestra vida en total libertad.
No solo hemos redescubierto en este tiempo cosas que podemos hacer siempre por la familia, nuestro hogar y el entorno más inmediato.
Ha sido también un momento para descubrir nuestros vacíos interiores, nuestras faltas en relación con otros y reconocer la gran cantidad de ensoñaciones egoístas que nos hacíamos en la normalidad.
Se percibe la necesidad de volver a recuperar el diálogo sobre la vida y su valor, sobre el que está a mi lado y su sufrimiento; es tiempo para ser inventivos y superar esa coraza que pretende no ver, no sentir y no escuchar, en la esperanza de dar espacio en este mundo caótico a nuestra sonora única y egoísta voz.
Hoy, más que nunca, la pandemia nos ha hecho disponibles, aunque a regañadientes, para escuchar un coro de voces plurales y diversas.
Reto personal. El mayor reto para construir una nueva normalidad está en el individuo. No es que se deben desdeñar los esfuerzos por la reactivación económica o la potenciación del mundo digital y sus enormes posibilidades.
Todo eso está muy bien, pero cuando las personas pierden el empuje por adentrarse en su interior y confrontarse con la realidad en la que viven se vuelven como ganado mudo que, aunque bramen, se dejan conducir en un incesante “siempre igual” que termina separándonos unos de otros.
Es totalmente comprensible que todos necesitemos de una base sólida desde la cual apoyar la construcción de nuestro mundo. Los cimientos, con todo, también pueden ser cambiados o soportar diversidad de estructuras.
Lo importante es hacerlo todo con sentido profundo de responsabilidad y sensatez. Si la nueva normalidad parte de esa capacidad reflexiva profunda, tal vez tengamos la oportunidad única de huir de ese terrible nihilismo campante que nos ha llevado al más grande oscurantismo de nuestra historia: el reino del “yo”, que es el arma letal contra la democracia.
Puede ser que pongamos demasiadas esperanzas en los resultados de esta pandemia en la recomposición del ser humano. Una cosa es cierta de todos modos, el mundo ha sido trastocado por dos realidades: la interconexión y la desigualdad.
Estas dos cosas han sido un caldo de cultivo óptimo para el desarrollo de la pandemia y, por ello, su impacto en nuestra vida tiene que ser discutido a fondo, hasta tocar las fibras más íntimas de nuestro ser. ¿Cómo pueden convivir dos cosas que parecen tan distantes la una de la otra, a tal punto que han condicionado nuestra vida?
La normalidad estaba anclada en esa paradójica convivencia y cuántas cosas no hemos hecho para mantenerla así, desde lo inconsciente hasta las opciones más queridas y calculadas. Nuestra normalidad estaba enferma y es tiempo para buscar la cura.
Dos mundos. Alambradas, muros, armas, violencia, privilegios, separación, exclusión que expresan la desigualdad se daban la mano con comunicación digital, la inteligencia artificial, el desarrollo tecnológico y la globalización económica.
Salvo algunas voces disidentes, la verdad es que los privilegiados callaban y los que no lo eran esperaban recibir las migajas del mundo de opulencia y orgullo que se les prometía a cambio de su sumisión.
Podríamos decir que nos encontramos con una paráfrasis moderna de la parábola del pobre Lázaro y el rico que encontramos en el evangelio de Lucas. El dintel de una puerta esconde en realidad un abismo creado por la indiferencia.
La solución a este problema no se encuentra en las soluciones emanadas por un gurú de turno en el mundo político o económico. Así como sanciona la parábola, ni siquiera es tarea de un muerto que haya resucitado, es un asunto de consciencia y de esfuerzo permanente de cada uno por reducir ese abismo para que los distantes se acerquen. La solución es tan simple como abrir la puerta y reconocer en el otro a una persona.
Volviendo a nuestro ejemplo del medio de transporte público, abarrotado de gente que no se comunica, lleno de abismos de todo tipo. Nos viene de nuevo la pregunta: ¿Queremos esa normalidad? Ojalá este tiempo en casa nos haya hecho más sabios.
Los antiguos decían que el ocio es la madre de la filosofía porque hay tiempo para pensar. Aunque esta máxima viene de un lejano mundo desigual y despiadado, no deja de encerrar una gran verdad.
Este ocio impuesto tarde o temprano puede suscitar en nosotros el deseo de pensar, de ahondar en el interior, de buscar luz en gente que se atrevió a razonar diferente y a comunicar sus intuiciones.
Todo ello nos ayudará a dejar de lado lo superfluo y a concentrarnos en lo esencial para que busquemos lo que trasciende nuestro egoísmo y nos transforme de verdad.
El autor es franciscano conventual.