«La fementida terapia de conversión está basada en la falsa premisa de ser capaz de alterar la orientación sexual de personas de diversos géneros. Los países del mundo entero deben reconocer sus efectos deshumanizantes y su profundamente corrosivo impacto», subraya un reporte de la Organización de las Naciones Unidas, en un reporte presentado al Consejo de los Derechos Humanos.
En materia de legislación internacional sobre derechos sexuales, la ONU prescribe la protección y la no discriminación por sexo, así como el derecho a la salud que se reconoce en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
El derecho a la orientación sexual está reconocido en el preámbulo de los Principios de Yogyakarta: cada persona está en el derecho de sentir una profunda atracción emocional, afectiva y sexual, y las relaciones íntimas y sexuales con personas de un sexo diferente o del mismo sexo, o más de un género. Toda forma de discriminación basada en la orientación sexual de una persona es aberrante, reprensible.
Los derechos sexuales que todo ser humano puede reivindicar son los siguientes. 1. El derecho a la libertad sexual. 2. El derecho a la autonomía sexual, a la integridad sexual y a la seguridad sexual del cuerpo. 3. El derecho a la privacidad sexual. 4. El derecho a la igualdad sexual (equidad sexual). 5. El derecho al placer sexual. 6. El derecho a la expresión sexual emocional. 7. El derecho a la libre asociación sexual. 8. El derecho a tomar decisiones reproductivas, libres y responsables. 9. El derecho a la información basada en conocimiento científico, sin censura religiosa o política. 10. El derecho a la educación sexual en general.
Todo esto está avalado por juristas especializados en derechos humanos, por científicos calificadísimos, por psicólogos y psiquiatras en el mundo entero, por los más reputados sexólogos, por antropólogos, sociólogos y aun filósofos que han abordado el asunto in extenso (Foucault, el primero de ellos).
Contra esta formidable batería de mentes de primer nivel, ¿qué tienen que contraproponer los intolerantes, los fundamentalistas que vociferan, encendidos en su bilis y su ácido pancreático, desde las curules y los púlpitos? Nada, o casi nada. La mera suma de sus prejuicios, repugnancias, abominaciones y odios. Ese es su armamento epistemológico contra la homosexualidad y demás opciones sexuales contempladas por las cartas magnas antes aludidas. Son vocecitas que claman en el desierto. Fósiles ideológicos. Un grupito de subcalificados académicamente para desempeñar los cargos que suelen desempeñar.
Arrogancia. ¡Reformar la sexualidad de un ser humano! ¡Habrase visto fantochada más grotesca sobre la faz de la tierra! ¡Taller de enderezado y pintura para la sexualidad humana! ¡Los ortopedistas del sexo! ¡Miren que hay que ser muy petulante y pagado de sí mismo para arrogarse ese derecho y esa capacidad! El irrespeto implícito en tal gestión es ya profundamente anticristiano.
Más razonable sería que ellos ensancharan sus mentes, sus horizontes intelectuales para que en ellos quepa el concepto de la diversidad sexual. Pensar no es andar por el mundo confirmando todos los días aquello en lo que uno cree. La gestión filosófica honesta supone muchas veces pensar contra uno mismo (ejercicio difícil): esa es la clave del crecimiento espiritual.
Costa Rica es uno de los últimos veintinueve países adeptos al modelo de Estado confesional. El resto del mundo ha comprendido que la independencia del Estado con respecto a la religión es loable, de hecho uno de los grandes logros de la Revolución francesa.
Lo que es más, en aquellos países no confesionales, la Iglesia ha cobrado más fuerza y ganado más feligreses que en los que insisten perrunamente en aferrarse al modelo confesional. ¿Un Estado multiconfesional o multirreligioso? Más sano ciertamente que los Estados confesionales y, a fortiori, que las teocracias. Todo lo que propenda a la pluralidad, a la heterogeneidad, al ecumenismo religioso será, en principio, saludable.
Yo soy cristiano, y lo soy por convicción profunda. Empero, esto no me ciega ante la realidad de que el casorio Estado-Iglesia ha sido desde siempre uno de los más pestíferos focos de corrupción, injusticia, exclusión y contaminación político-religiosa de que se guarda memoria. La Iglesia tiene sus valores; son valores religiosos. El Estado tiene también los suyos; son valores laicos, políticos, sociales, económicos, jurídicos.
Mala, muy mala cosa, caer en un fenómeno de transvaloración y comenzar a juzgar la economía desde la religión o la religión desde la política. Conviene mantener estos compartimentos axiológicos debidamente separados (no dije divorciados, tan solo separados).
En Francia, entre otros países, la separación Estado–Iglesia se tradujo, para estupor de todos, en un aumento de la feligresía, en una consolidación de la fe y el redescubrimiento de los templos como oasis para la oración y la confortación. Lejos de caer en el anacronismo, ganaron en poder de convocatoria. Conviene tener este ejemplo en mente.
Contradicción moderna. El artículo 75 de nuestra Constitución estipula: la religión católica, apostólica, romana es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres.
Pero esta proclama conlleva serios problemas. ¿Qué sucede con todas aquellas personas que no sean católicas, apostólicas y romanas? ¿Cómo calificarlas? ¿Malos costarricenses? ¿Subcostarricenses? ¿Costarricenses poco representativos de su país? ¿Traidores a la patria? ¿Costarricenses de segunda categoría? ¿Costarricenses apóstatas y perjuros? ¿Costarricenses renegados y desertores? ¿Costarricenses desnaturalizados y pervertidos? ¿Costarricenses atípicos? ¿Costarricenses tolerados y no quemados en pira pública pese a su heterodoxia religiosa? ¿Costarricenses descarriados? ¿Costarricenses seducidos por el canto de sirena del satán? ¡Digno del teatro del absurdo, de algo salido de la pluma de Ionesco, Pirandello o Beckett!
No, no, no, amigos y amigas. Todo esto es disparatado y, en el fondo, profundamente siniestro. El Estado confesional detenta un poder ominoso y subterráneo sobre el individuo, el sujeto, el ciudadano, sobre su conciencia y su libérrima voluntad.
Estado e iglesias, que cada uno esté en lo suyo y no contaminen los valores de uno con los valores del otro. Son a menudo antinómicos, aporéticos, éticamente inconciliables.
La ética de Tomás Moro y la de Mirabeau son inarmonizables. El santo busca ganar almas para la eternidad, el político procura ganar votos para las próximas elecciones.
El autor es pianista y escritor.