Página quince: Una apetitosa tentación para los autócratas

La reforma que trata de los períodos legislativos y entrará en vigor en mayo del año entrante estuvo carente de reflexión profunda.

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El artículo 106 de la Constitución fue reformado en 1961. Desde entonces, la Asamblea Legislativa se compone de 57 diputados y se suprimieron los suplentes. No obstante, se olvidó eliminar la mención de estos en el artículo 110, y allí siguen ellos, tan orondos.

Uno pensaría que la enmienda de la Constitución es operación delicada, que ha de hacerse con excepcional cuidado, de modo que no ocurran esas chapuzas.

Lo cierto es que, aunque el procedimiento de reforma es agravado, en la práctica puede ser bastante irreflexivo, si no precipitado.

A veces, el resultado es un nuevo texto constitucional que causa incertidumbre, perplejidad y hasta zozobra.

Un caso para ilustrar. Buen ejemplo es la reciente reforma del artículo 116, que trata de los períodos legislativos y que entrará en vigor en mayo del año entrante.

La Asamblea, dice el artículo 9, es un órgano permanente del Gobierno, pero —agrega el artículo 116— es discontinuo: tiene períodos en que se esfuma, ya fuera porque no está convocada o porque toma recesos.

En su versión actual, el artículo 116 convoca a la Asamblea para que se reúna de mayo a julio y de setiembre a noviembre, y deja en manos del Poder Ejecutivo la facultad de convocarla los restantes seis meses de cada legislatura.

En realidad, las facultades del Ejecutivo consisten en decidir la continuidad de la Asamblea o en desactivarla, y en fijar lo medular de su agenda.

A partir de la reforma, la cosa se invierte: el Ejecutivo conserva sus facultades para convocar a la Asamblea, pero ahora a partir de mayo y hasta julio, y entre noviembre y enero; el resto de la legislatura corre por cuenta de la propia Asamblea.

Costura abierta. La reforma guarda silencio acerca de su coexistencia armoniosa con otras normas constitucionales (por ejemplo, las que regulan el trámite del presupuesto nacional) o sobre importantes detalles operativos que es de suponer quedarán cubiertos por normas reglamentarias o por entendimientos o convenciones no escritas. Este quizá no sea su déficit más preocupante.

Se justificó con el argumento de que la enmienda es más congruente con las necesidades programáticas del Poder Ejecutivo y refuerza su capacidad propositiva. En este sentido, bien aprovechada podría surtir efectos positivos en el plano político y hasta en el electoral.

Pero podría reprochársele el abandono de una regla de oro en materia de reforma constitucional, según la cual no ha de echarse mano de este procedimiento extraordinario si un resultado razonablemente equivalente podría obtenerse mediante la reforma de disposiciones de rango inferior, que tienen la ventaja de ser más disponibles y moldeables (como el reglamento legislativo).

Falta más reflexión legislativa. A mi juicio, en el caso del artículo 116, hacerlo de este modo era posible sin alterar, como hace la reforma, ese instrumento esencial que es el sistema de frenos y contrapesos.

Porque la reforma se introduce en este asunto tan sensible para el orden democrático que, por lo que sé, no ha sido objeto de una seria reflexión legislativa.

Bien mirado, se ha puesto en manos del Poder Ejecutivo (en la práctica, el presidente de la República) un instrumento de coerción de impredecibles usos: decidir, al principio de cada cuatrienio, si hace acompañar su gestión de la Asamblea Legislativa, o la desactiva y anula ab initio; y así en los años sucesivos.

En las manos de un gobernante dotado de sensibilidad democrática, es de suponer que ese instrumento se empleará sensatamente.

En las de otro, carente de esa vocación y animado por impulsos autocráticos, comenzar su tarea sin la participación y el control de la Asamblea será una apetitosa tentación.

Desde esta perspectiva, la reforma implica un riesgo para la preservación del sistema de frenos y contrapesos, y esta no es una virtud.

carguedasr@dpilegal.com

El autor es exmagistrado.