“El barullo de los cabarets, el fango de la acera, los robles vencidos que se deshojan en el aire negro, el ómnibus, huracán de metales y de barro, que chilla, mal sentado entre sus cuatro ruedas, y hace girar sus ojos verdes y rojos lentamente, los obreros que se dirigen al club, fumando su hachís bajo la nariz de los agentes de Policía, los techos que gotean, los muros cubiertos de baba, el pavimento que desliza, el asfalto desfondado, los caños que desbordan las alcantarillas, he ahí mi ruta —con el paraíso al final—". Paul Verlaine al menos lo entrevió.
Todo deviene en tolerable, la porquería del mundo cobra sentido cuando se asume como tránsito. Las estaciones inevitables en un itinerario que nos conduce a la luz. La modulación del modo menor al modo mayor del último movimiento de la Quinta sinfonía de Beethoven. “Tránsito de fuego” lo habría llamado Eunice Odio.
Yo, con espíritu ligeramente menos poético, lo describiría como un “tránsito de excremento”. Cruzar a nado un océano de materia fecal. Más que los grandes dolores —los terremotos de magnitud 9,5 en la escala de las emociones— es la imbecilidad, la mediocridad, la chatura intelectual, la vulgaridad, el encanallamiento del mundo el que termina por aplastarnos.
Ese que debemos enfrentar con el mero hecho de encender el televisor o salir a la calle todos los días de nuestra vida. Pareciese poca cosa, pero cuando es administrada en dosis masivas, cuando chocamos con ella a cada paso que damos, la imbecilidad humana adquiere la magnitud de una profunda tragedia existencial.
Ofensivos, el rostro y la voz de los faranduleros locales; ofensivas las imágenes de los espacios publicitarios que nos instan a comprar un perfume llamado Passion en lugar de otro llamado Clímax; ofensiva la cara del taxista que rezongando nos transporta al lugar de nuestra próxima “caída”; ofensiva la manera en que somos tratados en la oficina bancaria, la gasolinera, el supermercado o Emergencias del hospital; ofensivo el lenguaje y el atuendo de la gente; ofensivo el paisaje urbano y humano de San José; ofensivo tener que oír los grandes himnos corales de Händel a guisa de música genérica para los partidos de la Champions League; ofensivo todo cuanto nos salta a la cara desde las páginas de los periódicos; ofensivo ver una enorme valla publicitaria anunciando la llegada al país de un cantantillo que desafina y al que, sin amplificación, no se le oiría ni en la primera fila (para asistir a su “concierto” —ochenta mil colones el tiquete, en una época de crisis y austeridad— el país entero abrirá un paréntesis de devoción y recogimiento); ofensiva la charanga que el taxista me inflige con su abyecto radio; ofensivo el calor del trópico húmedo; ofensiva la halitosis de los motores y el estrépito de los cláxones; ofensivo el lento magma de vehículos que congestionan las calles capitalinas; ofensivas las cortinas de acero que convierten cada tenderete en búnker —que de lo contrario serían saqueadas continuamente—; ofensivas las casas de los nuevos ricos, con su despliegue kitsch, sus fachadas plásticas y metálicas“ a la Jacques Tati (Mon oncle).
Lista larga. Ofensiva la miseria y la maldición que el limosnero nos obsequia si nos negamos a darle su mendrugo (en fracciones de segundo pasa de implorante a asesino); ofensivo el desparpajo con que los automovilistas se atropellan unos a otros a fin de avanzar unos pocos metros en una vía obturada por un iceberg de vehículos.
Ofensivas esas homogéneas, grisáceas “máquinas de vivir” (Sabato) que llamamos “edificios de apartamentos” y ofensiva la “solución” urbana del condominio —desesperado remedio contra el vandalismo—, que ha desplazado la noción de barrio, último espacio de socialización que nos quedaba; ofensivos todos los centros comerciales del mundo: la totalidad del planeta se convertirá en un macro centro comercial: tapizará las profundidades marinas bajo la forma de plataformas suboceánicas y colonizará el Himalaya en enormes estructuras adaptadas a los cambios barométricos, provistas de sistemas de oxigenación; ofensivo saber que respiramos bazofia, que el cáncer nos es administrado con cada inhalación y que, como diría Baudelaire, literalmente, “la muerte en nuestros pulmones desciende, con sordos gemidos”.
Un buen día alguien advierte que estamos tosiendo de manera persistente y con un ríspido carraspeo del que ni siquiera nosotros nos habíamos percatado, vamos al médico perfectamente desaprensivos, más por complacer a los amigos que por genuina preocupación, nos hacen los exámenes del caso y nos diagnostican un carcinoma broncogénico inoperable, con metástasis en las glándulas suprarrenales, el hígado, el cerebro y los huesos: tenemos tres meses para encomendar nuestras almas a Dios, iniciarnos en la propedéutica del morir, despedirnos de un puñado de amigos y disponer de nuestros bienes materiales.
Esclavos. ¿Qué reclamar? ¿Contra quién elevar nuestra protesta? Vivimos en un mundo que nos alimentó con gas radón, asbesto, tabaco y dióxido de carbono, y nos privó de la irradiación de luz ultravioleta B, necesaria para la producción de vitamina D… ¡Ah, si tan solo nos hubiésemos asoleado de vez en cuando en lugar de trabajar en el subsuelo de una clautrofobizante oficina durante cuarenta años!
¡Pero qué digo, si el sol, traidor entre los traidores, nos hubiera acuchillado con sus rayos ultravioleta, generando mutaciones en el ADN de la piel: melanoma maligno y el basalioma en el rostro, primorosa manchita ornamental que se irá propagando aleatoriamente por nuestro organismo! Quedamos convertidos en lienzo para que las células insubordinadas dibujen sobre nosotros sus caprichosas dendritas. Una obra maestra del tachisme.
Todo nos ofende y todo nos agrede. “En el mundo padeceréis aflicción”, más exacto hubiera sido decir que el mundo es, todo él, aflicción, que su nombre mismo es Aflicción. Jesucristo lo venció… well, good for him: era lo menos que cabía esperar del hijo de Dios.
El hecho es que el mundo es una cámara de tormentos. ¿La habitación de los suplicios en El pozo y el péndulo de Poe, o la máquina de tortura de La colonia penitenciaria de Kafka?
¡No me hagan reír! ¡Esos son parques de diversiones, comparados con la miseria humana! La ficción, hija como es de la realidad, jamás podría superar a su progenitora. Spencer, Huxley y Orwell nos hacen el efecto de utopistas, cuando vemos eso en que el mundo se ha convertido.
En Praga, existe un peculiar lugar llamado Museo de la Tortura. ¿Para qué crear semejante institución? ¡El mundo entero está diseñado como un dispositivo de tortura individual y colectiva! La noción de museo —espacio acotado— se expande, en este caso, hasta coincidir con la totalidad de la superficie social. Comprendo que se haga un museo para sacralizar la belleza —precisamente por cuanto es rara y no la respiramos por doquier—, pero ¿un museo de lo horripilante? ¡Es como construir una piscina en mitad del océano!
¡Dichoso Verlaine que supo hacer de la inmundicia un mapa hacia el paraíso! Conferirle —o encontrarle— un sentido a su martirio. Trazarse un itinerario a través del fango y la inmundicia, con la mirada fija en el firmamento constelado. Como diría Dante, per aspera ad astra: “Por el camino del dolor, hacia las estrellas”. La máquina alquímica del artista, que transforma la inmundicia en oro poético. No creo que haya misión más importante en la vida de un ser humano.
El autor es pianista y escritor.