La propagación de la covid-19 ha puesto el mundo patas arriba y dejará terribles secuelas para los países y ciudadanos del mundo.
Hoy, como nunca, debe existir claridad en que las decisiones necesarias para atenuar el impacto de la epidemia deben ser tomadas desde una perspectiva sanitaria para, luego, lidiar con las consecuencias económicas.
Lo anterior no quiere decir, ni mucho menos, que se deje para mañana la atención del efecto de la covid-19 sobre la economía. Hay que reaccionar de inmediato y, aunque falta camino por recorrer, en Costa Rica ya arrancamos, con la aprobación de emergencia de varias leyes, además de decisiones adoptadas por la Caja Costarricense de Seguro Social.
Propuestas hay muchas. Algunas provienen del gobierno; otras, de cámaras empresariales, partidos políticos, diputados y ciudadanos particulares. Algunas con más mérito que otras, aunque eso, francamente, depende del cristal con que se miren. Si se nos agotaran las ideas, podemos fijarnos en las medidas tomadas en otros países para copiar o adaptar las que nos sirvan.
Moratoria de impuestos, aranceles y cargas sociales. Reducción o suspensión del cobro de impuestos y cargas sociales. Reducción de jornadas laborales. Eliminación de la base mínima contributiva. Cotización por las horas efectivamente trabajadas. Suspensión de contratos laborales. Suspensión temporal del cobro de los servicios públicos. Readecuación de créditos. Períodos de gracia en los créditos o suspensión del plazo durante la crisis. Suspensión de pago de alquileres, hipotecas y otros créditos. Moratoria en tarjetas de crédito sin acumulación de intereses. Subsidios o seguros de desempleo. Y la lista seguirá creciendo.
Todo está bien. O, como decía, algunas ideas son mejores que otras, dependiendo del lente con que las veamos. No es lo mismo analizar una propuesta desde la seguridad laboral de un catedrático de una universidad pública que desde la precariedad de la camarera de un hotel que, en plena temporada alta, recibió la cancelación del 100 % de sus reservaciones.
Hechos anteriores. Hay un aspecto, sin embargo, del que casi no se está hablando. Antes de la covid-19, el país ya estaba inmerso en una galopante crisis fiscal y enfrentaba el prospecto de una recaída económica. El déficit fiscal fue del 7 % del PIB el año pasado y el desempleo alcanzó un escalofriante 12,4 %, con un alarmante 46,3 % de informales entre quienes tenían trabajo. Con el endeudamiento público rozando el 60 % del PIB, estamos a las puertas de tener que aplicar la versión más rígida de la regla fiscal aprobada en diciembre del 2018.
Ahora, la economía está prácticamente parada, centenares de empresas ya solicitaron suspender miles de contratos laborales; otras han recurrido a la disminución de jornadas y, lamentablemente, muchas más anunciaron el cierre definitivo. Y apenas llevamos dos semanas de haberse confirmado el primer caso de coronavirus.
Enfrentar una emergencia de esta magnitud cuesta mucho dinero. El gobierno anunció el Plan Proteger, del que, en el momento de escribir estas líneas, no se conocían muchos detalles, pero tendría un costo del 3 % del PIB solo en ayudas y transferencias, sin contar el precio de combatir la pandemia. Los ciudadanos y las empresas, por otra parte, demandan la baja de impuestos, cargas sociales y servicios públicos.
En resumen: el gasto se disparará y los ingresos caerán producto del parón de la economía, pero, también, a causa de las medidas paliativas. Tenemos un megaincendio fiscal en ciernes.
Medidas compensatorias. Debemos hablar acerca de las imprescindibles medidas compensatorias que habrá que tomar en paralelo con las de mitigación de los efectos de la pandemia. Si se reducen los ingresos del gobierno cuando ya las finanzas públicas están pegadas al respirador artificial, es imperativo recortar gastos.
No podemos repetir el error del 2009: embarcarnos en una espiral ascendente del gasto público sin medidas compensatorias y sin plan de reversión una vez superada la crisis. No haber previsto estas cosas en aquel entonces, sumado a la irresponsabilidad de los siguientes gobiernos y la impericia y negligencia criminal de la anterior administración, nos llevó al borde del precipicio fiscal en el 2018.
Lo que digo podría sonar contradictorio, pero no lo es. El país tendrá que gastar más en pruebas diagnósticas, tratamientos, insumos e implementos médicos, hospitales de campaña, transferencias para ayudar a las personas en condición de pobreza, seguros de desempleo, etc. ¿Cómo, entonces, pensar en reducir el gasto?
La Nación reportó el 19 de marzo que apenas un 26 % de los funcionarios están laborando desde sus casas, a pesar de la orden girada desde el día uno de la alerta amarilla para que se recurriera al teletrabajo. El reportaje no revela cuál es la situación de las otras tres cuartas partes de los empleados públicos que no se han acogido al teletrabajo.
Entre ellos, están los que cumplen funciones esenciales y, forzosamente, lo tienen que hacer de manera presencial: médicos, enfermeros y demás profesionales de la salud, funcionarios administrativos, de logística y mantenimiento de hospitales y clínicas, policías y demás personal de seguridad, cuadrillas de acueductos, etc. Pero muchos otros están asistiendo a sus lugares de trabajo porque sus funciones no se pueden realizar remotamente o no tienen sus hogares acondicionados para el teletrabajo, y otros más se están quedando en casa sin trabajar.
Decenas de miles de funcionarios están saliendo de sus casas a realizar funciones prescindibles en momentos de crisis, exponiéndose al contagio y, posiblemente también, propagando el virus mientras se movilizan y entran en contacto con otras personas.
Recorte temporal. Como sugerimos en un artículo publicado en estas páginas el viernes pasado los economistas Dennis Meléndez, Luis Mesalles, Thelmo Vargas y este servidor, junto con la editora de “Opinión” de La Nación, Guiselly Mora, para compensar parcialmente el costo de enfrentar la pandemia, el gobierno debería enviar a la casa, con jornada reducida y salario ajustado a esa realidad, a todos los funcionarios que no desempeñan funciones esenciales. Dichos servidores, a diferencia de miles en el sector privado, conservarán su trabajo y recibirán un ingreso garantizado (aunque menor que en tiempos normales).
Las instituciones que, como el Ministerio de Cultura, el Inder o el Icoder —entre otras—, no tienen ninguna función mientras el país está paralizado, deberían cerrar para la duración de la emergencia, permitiendo ahorrar, además de salarios, otros gastos como los de servicios públicos. Otras entidades, como los ministerios de Relaciones Exteriores, Agricultura y Ciencia y Tecnología y entes como Aresep, IFAM, INA y Fonabe deberían enviar a la casa a aquellos funcionarios no directamente involucrados en la atención de la pandemia, que son la mayoría.
Hoy, no tenemos 10 años para que la próxima crisis se manifieste. Estamos a semanas o meses del default. Estamos jugándonos la posibilidad de que, del otro lado de esta crisis, la del coronavirus, nos encontremos no solo los panteones llenos de compatriotas fallecidos, sino también un enorme cementerio de empresas, centenares de miles de nuevos desempleados y un proceso de franca descomposición social. El sector público no puede seguir actuando como si no fuera parte del problema, y menos como si no fuera parte de la solución.
Enhorabuena la lluvia de propuestas para ayudar a trabajadores y empresas a capearse el temporal con el menor daño posible. Pero necesitamos una lluvia de ideas igual de intensa para compensar el costo de dichas medidas y evitar el descalabro. Queda abierta la discusión.
El autor es economista.