Página quince: Sube y baja

Un viejo juego une a mexicanos y estadounidenses usando los barrotes de la separación en la era Trump.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El intelectual y estudioso de las fronteras Fernando Aínsa plantea que estas, y sus correspondientes contextos fronterizos, son espacios de separación, transgresión y encuentro. Estas características son consustanciales a la naturaleza y a la cultura, ya que: son fronteras naturales los ecosistemas, las biorregiones, el hábitat de los animales; también los ríos, montañas o valles cuando se convierten en límites entre países.

Son fronteras culturales las que se dan desde los incipientes espacios organizados al inicio de los tiempos hasta las hoy día grandes delimitaciones geográficas mundiales. Hay también fronteras religiosas, sexuales, raciales, entre clases sociales, en el seno de las familias y demás.

Así, los procesos histórico-culturales se han construido producto de la permeabilidad inherente a espacios fronterizos, los cuales, si bien marcan límites y definen identidades, nunca se dan totalmente “intactos” ni tampoco “cerrados” al contacto con otras culturas. Siguiendo lo anterior, en un momento u otro, muchas fronteras han sido transgredidas.

Entre México y EE. UU. Ello, para llegar al título de esta propuesta: sube y baja. Uno de los espacios fronterizos entre México y Estados Unidos está construido por una larga sucesión de columnas (o barrotes, o palos, o varillas) colocadas en forma regular y frecuente, y con medidas iguales entre cada una de ellas.

Estos espacios intercolumnares (o interbarrotes o intervarillas o interpalos) tienen entre sí la distancia necesaria y suficiente para que los lugareños (imagino que jóvenes y niños) coloquen entre espacio y espacio una tabla de la siguiente manera: una mitad del lado de México y la otra del lado de Estados Unidos. Luego, instalan otra pieza debajo y en el centro de la tabla en cuestión, lo que posibilitará el movimiento de arriba hacia abajo y a la inversa.

Quienes quieran jugar se sientan, cada uno en un extremo de la tabla y, alternando, empujan hacia arriba posibilitando el balanceo. Estamos ante una versión rudimentaria del conocido subibaja.

Experiencia lúdica. Vuelvo al inicio: Si las fronteras son espacios de separación, transgresión y encuentro, la separación física de los habitantes de la zona fronteriza no fue suficiente para impedir un encuentro entre ¿ambos bandos?, convirtiendo la experiencia en un sui generis lugar de transgresión que es, al mismo tiempo, un espacio de encuentro y entretenimiento.

Este juego posibilita el intercambio de miradas, de gestos y, también, ¿por qué no?, de palabras e incluso de mensajes entre quienes participan. Como creemos que posiblemente no hay diálogo verbal, lo importante es que sí hay un diálogo que se sostiene en una experiencia lúdica, cuyo lenguaje es el goce.

Este tipo de muralla, como espacio permeable y de separación y encuentro, permite que los niños y jóvenes que, sentados uno de cada lado de la tabla, y participando del sube y baja, gocen de una experiencia que posibilita un encuentro con “los otros”, no como enemigos sino como compañeros de juego.

Pensemos que es un juego que puede funcionar como un paliativo que atenúe las situaciones adversas y muchas veces dolorosas en que viven esos niños y jóvenes que, posiblemente, estarán mirando la muralla con otros ojos o, por lo menos, como un espacio a ser transgredido para encontrarse con “el otro”.

amalia.chaverri@gmail.com

La autora es filóloga.