Un ser humano no se “restaura”. La noción misma es ofensiva: equipara a la persona con un objeto, la cosifica. Como un vehículo al que se lleva a un taller de enderezado y pintura para que le desabollen los golpes, le centren el chasís y le entramen los focos.
Hay una arrogancia y petulancia inherentes al hecho de pretender “restaurar” a la gente. ¿No se les ha ocurrido pensar, a los autoproclamados restauradores, que quizás son ellos quienes más perentoriamente necesitan “restauración”? No, no se les ocurre pensarlo. Esto supondría pagar un precio demasiado alto en términos de ego, una erogación que no están dispuestos a hacer. Es una falta de respeto inmensurable, eso de andar por el mundo pretendiendo “restaurar” a las personas que se cruzan en nuestra vida.
¿Desde qué plataforma de autoridad moral, espiritual y psicológica hablan quienes se abocan a la cruzada de “restaurar” gente? ¿Quién los encaramó ahí? ¿Por quiénes se toman? ¿Illuminati, depositarios de un saber oculto, iniciados en la Verdad revelada y reveladora?
Sin embargo, esta manga de fanáticos obtuvo 823.000 votos en las pasadas elecciones presidenciales. Lo alarmante no es que en el mundo haya locos —Trump, Bolsonaro, Maduro, Ortega, Kim Jong-un, Morales—, sino que su discurso genere la adhesión de tantos votantes.
Que Hitler fuese un psicópata, un teomaníaco delirante no es cosa que deba sorprendernos: el mundo está lleno de enfermos de esta laya. Lo aterrador es que un pueblo entero —a la sazón el más educado de Europa— le haya dado plenos poderes para hacer realidad sus monstruosas visiones.
No menos aterrador es lo que el mundo ha hecho con sus grandes hombres y mujeres: Sócrates, Jesucristo, Juana de Arco, Tomás Moro, Olympe de Gouges, Gandhi. Al primero lo envenenaron y al segundo lo crucificaron. A la tercera la quemaron con leña verde, la desmembraron y arrojaron los pedazos de su cuerpo al Sena. Al cuarto le cortaron la cabeza, a la quinta la guillotinaron y al sexto lo acribillaron a balazos cuando se dirigía a orar al templo, en compañía de sus nietos.
Así que, si estaba usted, querido amigo, pensando en convertirse en un gran prócer de la historia, entérese del probable final que le espera.
Gobierno de la muchedumbre. Para que la locura prospere, es necesario un clima político, histórico y social que le sea propicio. Es desde la postración, la decepción, el nihilismo y la ira acumulada transgeneracionalmente que los seres humanos optan por la locura.
Es cuando adviene la oclocracia: el pueblo iracundo, desilusionado, amotinado, armado, dispuesto a matar y, lo que es más perturbador, destruirse a sí mismo. Las colectividades, como los individuos, también padecen de pulsiones tanásicas y pueden, en determinado momento, correr a ahogarse masivamente, tal cerdos posesos por el demonio en el mar de Galilea.
El mundo está lleno de flautistas de Hamelin, de mesmerizadores, de hipnotizadores dotados de carisma y retórica suficientes como para desquiciar a un pueblo entero. Hay que temerles, hay que detectarlos a tiempo, hay que desarmarlos y exponerlos como lo que son: peligrosos individuos por cuanto lastran el proyecto de sociedad inclusiva y abierta con que todos soñamos.
El fenómeno no es nuevo: ya en 1981 tuvimos que lidiar con el Partido Alianza Nacional Cristiana, de inspiración evangélica, que cuatro años más tarde dio su adhesión al Movimiento Libertario. Pero en esa época la situación no era tan grotesca y surrealista como hoy, con una persona que interpela a las placas tectónicas de nuestro país para que no haya terremotos, una mujer que habla “en lenguas” y un energúmeno que desde el podio de su iglesia vocifera una y otra y otra vez: “¡Yo tengo la Palabra!”, donde palabra equivale a Verdad.
La injerencia evangélica en nuestra política es un hecho nefasto, que sirve a los intereses económicos de grupos de poder estadounidenses aliados a sectas de fanáticos religiosos inmensamente acaudaladas. Si alguna vez la expresión “lobos con pieles de ovejas” pudo ser empleada, este es el caso. El fanatismo político era ya suficientemente deletéreo. Si a este le sumamos el fanatismo religioso, creamos una especie de fanatismo a la segunda potencia que puede acabar con nuestro país.
Consciente de la aporía, de la antinomia que mis palabras representan, yo diría que el único fanatismo aceptable en el mundo es el fanatismo contra los fanatismos.
Cambio de significados. ¿Por qué habría yo de querer “restaurar” a un homosexual? Mejor haría en aprender de él. La palabra “tolerancia” es un vocablo triste, muy triste. Ya va siendo hora de cambiarlo. Uno tolera un resfrío pertinaz, uno tolera el ruido de un carpintero que al lado de la casa martillea clavos el día entero, uno tolera algo que por definición es molesto, incómodo, repugnante, despreciable.
Lo “mínimo” no será nunca más que eso: un “mínimo” de bondad, de generosidad, de amplitud de mente, de amor. Debemos aceptar, respetar y, si la circunstancia lo permite, amar.
Esos son verbos mucho más elocuentes. “Tolerar” no es un gran gesto ético: es apenas la base, el primer paso, la condición de posibilidad del amor, ese al que debemos propender. La tolerancia es solo aceptable como instancia transitiva hacia algo más bello y más grande. Debemos trascenderla y alcanzar el punto en el que podamos celebrar la diferencia del otro.
¿Por qué? Porque es otro, y la alteridad, ese ojo “que no es ojo porque lo veo sino porque me ve” (Machado) demarca mi límite ontológico y me exige tácitamente respeto.
“Usted llega hasta aquí, y a partir de esta línea invisible, pero real, comienzo yo”, me dice en su codificado lenguaje la mirada del otro. “Estás invitado a visitar mis predios, si eres hombre de buena voluntad y me traes un mensaje de amor; de lo contrario, quédate dentro de tu periferia, de tu cárcel, ontológica y no te atrevas a inmiscuirte en mi mundo”. Poca, sí, muy poca cosa, la tolerancia. Sin embargo, por algún lugar teníamos que empezar, y, por lo pronto, es lo mejorcito que podemos ofrecer. Y, aun así, hay algunos que ni de ella son capaces: policías, fiscales, alguaciles, espías, jueces tonantes de la sexualidad.
Si la estructura psíquica de un ser humano fuese como el sistema solar, su sexualidad ocuparía el lugar de Neptuno o quizás Plutonio: los planetas más alejados del núcleo, del centro, del foco primordial. No ocuparía el sitio de Mercurio, Venus, ni la Tierra. La sexualidad sería un componente muy alejado del eje de su personalidad.
Hay rasgos infinitamente más centrales, más axiales en la constitución psíquica del individuo. Es sobre ellos que yo me volcaría, y no sobre aquellos distantes planetas que obsesiva, morbosa, irrespetuosamente me han condicionado a valorar, a juzgar, a determinar.
La noción de “restaurar” a un ser humano es aberrante, perversa, irrespetuosa, invasiva, infame, totalmente reprensible. La sustenta una arrogancia sin límites, un mesianismo patológico, y esa eterna lacra espiritual que es la ignorancia, según Platón, madre de todos los males. Esta no es una opinión: es una convicción y un sentir profundo.
El autor es pianista y escritor.