Hace tiempo, en una noche de invierno, hojeaba libros en una librería de un barrio bohemio en Washington, D. C., y encontré uno de unas 250 páginas, bellamente empastado en cuero y a un precio relativamente alto, titulado La economía a partir de Adam Smith.
Lo abrí para leerlo con más detenimiento y, quizá, comprarlo. Tenía una página impresa y las demás estaban en blanco. No se trataba de un error de imprenta porque me mostraron en la librería otros dos o tres ejemplares iguales.
El mensaje, por lo demás muy compacto, del autor del libro era que después de la gran producción intelectual del escocés Adam Smith (1723-1790) no se había avanzado en teoría económica.
Como escribió Robert Heilbroner, “mientras otros lanzaban su anzuelo aquí y allá, Smith lanzó su red (…); donde otros aclararon uno u otro aspecto, Smith iluminó todo el paisaje”.
Él fue capaz de intuir la existencia de un orden donde otros parecían ver solo desorden. Para Smith, cada persona es la mejor indicada para buscar su propio bienestar, y cuando actúan ninguna se propone promover el interés público, pero “siguiendo cada particular por un camino justo y bien dirigido, las miras de su propio interés, y como conducido por una mano invisible, promueve el interés común con más eficacia que cuando de intento se propone hacerlo”.
Y no para ahí, pues agrega que “no son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas por aquellos que presumen de obrar solamente por el bien público”.
Las citas anteriores y las siguientes provienen de su obra Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, de 1776.
Los seres humanos tienen una propensión “genial” a negociar y favorecer el “deme usted lo que me hace falta y yo le daré lo que le hace falta a usted”.
En la vida real, “no es de la benevolencia del carnicero, del vinatero ni del panadero de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento, sino de sus miras al interés propio. Nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Solo el mendigo confía toda su subsistencia principalmente a la benevolencia y compasión de sus conciudadanos, y aun así no pone en ella toda su confianza”.
Moderación de excesos. La regla para mantener el orden social en un mundo donde todos buscan su propio interés es la competencia. Un trabajador tratará de obtener el salario más cuantioso posible, pero cuanto más exija, más se arriesga a no ser contratado.
El patrono querrá pagar lo menos posible a los trabajadores y cobrar lo más que pueda por sus productos, pero si insiste en eso se quedará sin trabajadores y sin compradores. La competencia modera esos excesos.
En el mundo real, sin embargo, ciertas situaciones atentan contra la competencia, como la existencia de monopolios naturales y de economías de red, las cuales conducen a que cuanto más se produzca de algo o más clientes se tengan (por ej., un productor de energía, Facebook), más bajo es el costo promedio del servicio. Lo procedente es adoptar algún tipo de regulación con el fin de evitar el abuso del productor.
La competencia tampoco es válida cuando se trata de bienes públicos —como la administración de justicia, la construcción de caminos vecinales, un faro, un juego de pólvora— porque ni el principio de exclusión (quien no paga el servicio, no lo recibe) ni el de rivalidad en el consumo (el que una persona adquiera el servicio reduce la disponibilidad para los demás) producen efecto.
Aquí se acepta la participación del Estado, que utiliza impuestos (no precios) para el financiamiento de los servicios que la sociedad considere necesarios, pero la participación estatal no implica que el Estado deba suplirlos directamente, pues puede, y conviene, que los adquiera competitivamente de proveedores privados.
El Estado se encarga, asimismo, del fomento de la producción de bienes meritorios, o bienes y servicios de naturaleza privada, tan necesarios que todos los miembros de la sociedad deben disfrutarlos, independientemente del poder de compra de las personas o familias, como la educación, la atención médica básica y el consumo de un mínimo de agua potable.
Pueden incluirse en la lista las transferencias de un mínimo poder de compra vital, de rico a pobre, lo cual contribuye a dotar de “igualdad de oportunidades” a los miembros de la sociedad, lo que es deseable para que funcione mejor la competencia.
Huelga decir que “igualdad de resultados” es otra cosa, por lo que, indebidamente, por el riesgo moral que significa, abogan muchos socialistas.
Externalidades. Cuando en el proceso productivo una empresa contamina ríos y el aire, y en lugar de incluir el daño en sus costos lo carga al resto de la sociedad, debe adoptarse una regulación prudencial para desestimular procesos innecesariamente contaminantes. Estas son externalidades negativas.
También existen las externalidades positivas, como cuando alguien descubre un proceso productivo o un producto socialmente apetecido (una vacuna contra la polio, un app). En este caso, la regulación será para asegurarle al productor un beneficio razonable por lo hecho, por ejemplo, mediante el otorgamiento de una patente y que siga buscando ese tipo de bienes.
A los casos expuestos, cuando no hay competencia, se les denomina “fallas del mercado”, pero su existencia no debe llevar a entregar al Estado la realización de una serie de funciones, pues en este actúan seres humanos ni omniscientes ni omnipotentes, con intereses propios que podrían anteponer a los de sus representados. En decir, también existen “fallas del Estado”.
En otra oportunidad explicaré en qué consisten las fallas del Estado y las ilustraré con casos concretos extraídos de experiencias del sector público costarricense, como que los jerarcas de la Fanal no tienen idea de cuánto debe la empresa ni a quiénes ni desde cuándo; que el CNP vende a escuelas públicas productos de inferior calidad y a precios superiores a los ofrecidos por supermercados; que el MEP anuncia programas de construcción de escuelas y colegios y a los dos años resultan costando dos o más veces lo estimado originalmente; que buena parte de la ayuda social “se queda en la manguera”, esto es, en pagos a los burócratas suplidores del servicio; que las remuneraciones y pensiones en muchas entidades públicas, cuyo fin supuestamente es coadyuvar al alivio de la pobreza y de la desigualdad de ingresos en la sociedad más bien contribuyen a aumentarlas.
Espero aportar elementos para una discusión productiva entre los formadores de opinión y las autoridades políticas del país sobre el papel del Estado en la economía, el cual, pasada la actual pandemia, urgirá replantear.
El autor es economista.