Página quince: ¿Qué hacer con el régimen cubano?

La mayoría de los isleños quieren el abrazo para huir y el castrismo, para perpetuarse en el poder.

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El presidente Donald Trump decidió sancionar al régimen cubano. Lo viene haciendo de forma creciente desde que alcanzó la presidencia.

Las últimas medidas, anunciadas por el secretario de Estado, Mike Pompeo, consisten en limitar los vuelos chárteres a La Habana. Eso, esperan, reducirá sustancialmente los viajes de los emigrantes y el flujo de divisas que recibía el gobierno de Miguel Díaz-Canel. (Raúl Castro, todavía, a los 87 años, no ha optado por morirse y manda muchísimo entre bambalinas).

NTN24, emisora internacional colombiana de televisión, preguntó si esos movimientos conducían a Washington a la ruptura de relaciones diplomáticas. La cuestión fue formulada a Frank Calzón, un eficaz activista exiliado, y a Carlos Alzugaray, exembajador ante la Unión Europea, radicado en La Habana desde que el régimen decidió confinarlo en la enseñanza.

Alzugaray exhibe la mayor cantidad de tolerancia y respeto por la diversidad que les es permitido a los funcionarios de la dictadura.

Calzón opinaba que a Trump no le temblaría el pulso si era necesario romper relaciones, mientras Alzugaray afirmaba que había visto esa película antes y no lo quería, pero no le preocupaba. Los dos estuvieron serios y serenos. Estupendo. El exembajador participó porque es un funcionario jubilado que no compromete a su gobierno.

Vaivén estadounidense. En enero de 1961, Eisenhower había roto los lazos diplomáticos, pero, en 1979, Carter creó una “Oficina de Intereses” en La Habana.

En diciembre del 2014, Barack Obama, tras afirmar, media docena de veces, que no haría concesiones unilaterales al régimen, restableció totalmente las relaciones diplomáticas.

En marzo del 2016, poco antes de terminar su mandato, fue a Cuba y pronunció un discurso muy crítico contra el estalinismo de la Isla. Eso lo hizo muy popular entre los cubanos de a pie (el 95 %), pero fue muy criticado por la nomenklatura, incluido Raúl Castro.

No quiso ver a Fidel, quien entonces vivía (más o menos) como una especie de reina madre castigado por sus dolencias crónicas. Murió a los ocho meses de la visita.

¿Qué se hace, en definitiva, con el régimen cubano? ¿Se practica el rechazo, como Trump, o el abrazo como Obama? ¿Se le sanciona por su apoyo a las dictaduras de Maduro y Ortega? ¿Se le castiga para provocar la ira del pueblo con la “teoría de la olla de presión” o se le ignora bajo la conjetura de que, poco a poco, las visitas de los turistas y las inversiones exteriores irán ablandando los cimientos de la tiranía colectivista hasta que un día el gobierno evolucione de manera independiente y las clases dirigentes se refugien en el mercado y la democracia como la salida menos mala?

Esperando para huir. La inmensa mayoría de los cubanos de la Isla quieren el abrazo y no el rechazo. No porque crean que el régimen evolucionará adecuadamente y saldrá del disparatado modelo impuesto a los cubanos (capitalismo militar de Estado), sino porque desean vivir un poco mejor en el orden material, hasta que puedan largarse del país, hacer su vida afuera y acaso regresar con frecuencia a ver a los amigos y familiares que no pudieron, o se animaron, a emprender el viaje. Salvo el pequeño y heroico grupo de disidentes, casi nadie está dispuesto a intentar el cambio de régimen.

La nomenklatura quiere lo mismo: el abrazo. Pero oculta una razón diferente: perpetuarse en el gobierno y garantizarse ellos y sus familiares los privilegios que dan “las mieles del poder”, como decía el propio Fidel.

Suponen que son capaces de gestionar el abrazo sin correr el peligro de perder el poder si logran mantener alguna tensión. Cuando Obama los “abrazó”, le exigieron ciento quince mil millones de dólares como reparaciones por los daños causados por el embargo. Era la manera de mantener las espadas desenfundadas y los músculos calientes.

Desde esta perspectiva, desde el ángulo de la nomenklatura, no hay duda de que la carga moral milita en contra del abrazo y a favor del rechazo. Es imposible trazar una política justa y honorable a favor de la democracia y el mercado, teniendo en cuenta los objetivos de la nomenklatura.

Todo lo que puede hacer una cancillería libre es oponerse a quienes no solo son enemigos teóricos de los principios y formas de gobierno democrático, sino que, en la práctica, mantienen una tiranía satélite en Venezuela.

Concesiones para un cambio claro y suave, de acuerdo. Concesiones para perpetuar el castrismo injerencista, no. Sería suicida.

[©FIRMAS PRESS]

Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor.