Los países que conforman la Unión Europea no ocupan más del 3 % del territorio del mundo, apenas 4,4 millones de kilómetros cuadrados de los 148,9 globales. Sin embargo, en esa pequeña extensión de tierra coexisten 28 países y se hablan 24 idiomas —sin contar sus múltiples lenguas intranacionales—. Además, se encuentra la tercera mayor población del mundo, 508 millones de personas, solo superada por China y la India, y se genera el segundo PIB del planeta, $18,8 billones, detrás de los Estados Unidos, y con China de tercera pisando los talones a ambas.
Se trata de una región milenaria, acaso la más intensa del planeta, histórica, política y culturalmente hablando, por el tránsito, las influencias y los sincretismos que ha vivido. Una suerte de gran cofre de la civilización, donde hicieron crisol todas las culturas, volviéndose verdadera la metáfora que soñara el gran Benedetto Croce allá por 1930.
¿Por qué, en pleno siglo XXI, esta vieja Europa sigue siendo vital para el resto del mundo, incluida América Latina? Hay dos lecciones decisivas que los países europeos, a pesar de sus problemas internos y las tensiones dentro de la Unión Europea (UE), siguen enseñándonos en estos tiempos convulsos.
1. Unidad en la diversidad. El experimento de la UE es el más interesante y decisivo del planeta en el último medio siglo, más que por sus efectos económicos y financieros, porque demuestra que —basados en el principio de la razón, el Estado de derecho y una serie de normas de convivencia comunes— es posible que países y pueblos muy diversos, con distintas tradiciones y enfrentados en guerras milenarias —incluidas las dos guerras mundiales del siglo XX—, hayan sido capaces, a partir de los acuerdos de 1950 a 1952, y, sobre todo, de los de Maastricht de 1991, hacer un pacto común de civilidad eficaz y cotidiano.
La historia de Europa es cruenta, desde luego. Pero allí radica justamente su asombroso éxito reciente. Se trata de una región del mundo que apenas hace 70 años terminó una guerra que se cobró cerca de 60 millones de vidas y, solo pocas décadas después, fue capaz de diseñar una Constitución, un Parlamento y un Ejecutivo europeos, así como un Banco regional, un sistema de justicia multilateral con efectos erga omnes, una moneda común, además de un conjunto de normas compartidas en el campo arancelario, la protección ambiental, los derechos humanos, la producción, la tecnología y varios otros ámbitos.
La unidad dentro de la diversidad es un gran logro de civilización. Las diferencias entre un danés o un alemán de Weimar o Dresde y un sevillano, un portugués del sur de Lisboa o, bien, un gitano rumano de Buzescu son enormes, abismales, mucho más grandes que entre cualquiera de los pueblos latinoamericanos, los cuales comparten lengua, religión y tradiciones.
La pequeña Centroamérica, tan similar y mimética —y que le ha costado tanto tener su SICA y su Mercomún—, debería verse todos los días en el ejemplo del otro lado del Atlántico. Nuestros problemas deberían ser mínimos y fácilmente solucionables.
2. Receta contra los populismos. En un planeta asediado por diversas formas de populismo y nuevos dogmatismos de todo linaje y cuño, Europa sigue siendo la cuna de la Ilustración, del principio de la racionalidad, de la tolerancia y los derechos fundamentales. La gran herencia de Kant, Voltaire, Locke, Rousseau y hasta de John Stuart Mills. Las ideas esenciales que fundaron la democracia moderna, incluido el republicanismo que llega hasta nuestros días, son principios que continúan vigentes y más necesarios que nunca.
Basta con volver los ojos a nuestro alrededor en la convulsa América Latina. Por un lado, Maduro y Ortega, en Venezuela y Nicaragua, y, por otro, Bolsonaro y Hernández, en Brasil y Honduras. Estamos en pleno siglo XXI, ante populismos de diverso signo ideológico, pero de similar persecución contra los ciudadanos, con una violación sistemática de derechos humanos como la libertad de expresión, la libertad de reunión y de agrupación, de asedio contra los periodistas y ataques contra diversas garantías, incluidas las libertades económicas en Caracas o el medioambiente en la Amazonía. O la reciente agresión de las fuerzas policiales a estudiantes en Tegucigalpa.
El debate político y social en América Latina ha retrocedido décadas, a una etapa previa a las grandes reformas liberales del siglo XIX, con la insurgencia de caudillismos decimonónicos, de santones religiosos y fundamentalistas, de plebes erigidas en parlamentarios, un escenario en el cual la irracionalidad y el dogmatismo pretenden imponerse sobre los acuerdos comunes y la democracia representativa. Además, en un planeta multipolar, de enfrentamientos complejos, como es el caso de EE. UU. y China, pero también las relaciones chino-rusas e indo-pakistaníes, por no hablar de la matanza en Siria y otros irresueltos conflictos de Oriente Próximo —en donde los populismos y las formas autocráticas del poder aún persisten—, la luz de la racionalidad y el espíritu de libertad de la Ilustración que aún residen en Europa seguirán siendo fundamentales para preservar los principios del humanismo.
Fantasmas internos de Europa y los retos del futuro. Esta Europa contemporánea —que sigue siendo el “reservorio” de la libertad y la tolerancia— se encuentra, sin embargo, en asedio constante. No solo el brexit, sino, además, el fantasma neonazi o neofacista que se asoma en casi toda elección europea y la transforma en un “referendo de racionalidad” constante. España ganó recientemente el último pulso, a pesar de que el neofranquismo de Vox empieza a asomar la cabeza lenta y peligrosamente. En Italia, Austria y Hungría, ya forman parte de las alianzas de poder.
En ese escenario, apoyar a quienes defienden la democracia en Europa es apoyarnos a nosotros mismos. Si Europa cae, caeremos todos. Recuperar los principios de la Ilustración, la racionalidad del debate democrático, la tolerancia intelectual, el principio de representación civil, la laicidad del Estado (como tanto soñó Voltaire) son vitales también para recuperar el espacio democrático en América Latina y otros lugares del mundo.
Seguir los principios de Fernando Savater, en ese excepcional texto Contra las patrias, o del libro póstumo de André Glucksmann en defensa del pensamiento volteriano, quienes sostuvieron que los principales antídotos contra las posiciones patrioteras, xenófobas y dogmáticas serán siempre la razón y la libertad de pensamiento. “Europa será volteriana o no será”, dijo Gluksmann poco antes de morir. Lo mismo se puede decir del resto del mundo.
Por eso los pactos con Europa siempre tienen mucho sentido. No solo el Acuerdo de Asociación que Centroamérica suscribió hace algunos años con la UE, sino también el que América del Sur acaba de firmar, en junio. En un mundo tan convulso, donde la intolerancia y los dogmas siguen acechando, apostar por la amistad con Europa seguirá siendo siempre apostar por la civilización.
El autor es abogado.