Toda actividad económica con presencia de algún grado de poder monopólico (monopolio puro, oligopolio, monopsonio o sus variaciones) afecta la eficiencia económica, el interés de los consumidores y el bienestar general.
Quien tenga poder para manipular los precios indefectiblemente lo hará. Nunca un oligopolio público o privado beneficia al consumidor o a la economía.
El mejor instrumento antimonopólico es el comercio internacional. En un país pequeño, para muchos productores es imposible alcanzar economías de escala para llegar a la producción óptima.
La coexistencia de algunas empresas locales con competencia externa permite capturar una buena parte del mercado local y, a la vez, abrir la posibilidad de alcanzar volúmenes de producción suficientes para exportar competitivamente.
No todas las actividades son susceptibles de regulación mediante competencia interna o externa.
Los servicios públicos, como acueductos, transmisión y distribución eléctrica, autobuses, puertos, aeropuertos, carreteras y otros, son ejemplos típicos de ello.
En esos casos hay, cuando menos, dos corrientes. La primera, encargar al Estado la provisión de esos bienes o servicios, pues, según algunos ingenuamente creen, sin afán de lucro se garantizaría mejor servicio y precios «más justos».
Según la experiencia, los intereses gremiales, la incapacidad administrativa y la ineficiencia burocrática compensan, con creces, todo afán de lucro.
Aunque el Estado esté a cargo, la regulación es inevitable para prevenir el abuso contra los consumidores y usuarios.
La segunda sería permitir la operación de esas actividades monopólicas a las empresas privadas, pero debidamente reguladas.
El problema es definir cómo lograr una adecuada y eficiente regulación. Los sistemas de regulación son imperfectos y caros. Pero permitir los monopolios sin ningún control es el peor de los mundos.
Aun en industrias con posibilidad de competencia externa es posible que el productor local conserve algún grado de poder monopólico.
La simple protección de los costos de transporte, seguros y desalmacenaje, el conocimiento y la cercanía del mercado les dan esa ventaja. Pero es limitado.
Costos inexactos. Costa Rica está en pañales en materia de regulación porque utiliza, en casi todos los casos, el principio del «servicio al costo», el cual excluye aspectos de calidad y no discierne bien si los costos están inflados.
Aun así, comparado con muchos otros países, estamos mucho mejor. Como mínimo, hemos logrado crear una autoridad reguladora, con alguna independencia de los grupos de interés y de los políticos.
Sin embargo, diversas fallas en la legislación propician la captura regulatoria, situación en la cual los regulados imponen sus criterios e intereses al regulador.
Durante muchos años, el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) y la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) se mostraron reacios a colaborar con el regulador general.
Los autobuseros muestran su poder con base en su fuerza para paralizar el país. Los transportistas y distribuidores de combustibles hacen gala de su fuerza para someter al Estado si discrepan de alguna política.
Algo no mencionado en la literatura de la regulación es la «captura legislativa» por parte de ciertos prestadores de servicios públicos.
Algunos regulados consiguieron imponer su criterio en la redacción de la ley vigente y torcer ciertos artículos a su conveniencia.
Además, históricamente, han contado con suficiente influencia en los legisladores y gobernantes para doblegar a los reguladores.
Aunque es impensable una captura judicial, hay fallos de los tribunales bastante difíciles de comprender.
Caso insólito. El sector de los autobuseros, a través de sus principales gremios, parece ejercer una influencia inusitada sobre las autoridades.
Movilizan ágilmente a diputados clave cuando el regulador hace algo ajeno a sus intereses. Y han sido capaces, incluso, de mover toda la Asamblea Legislativa y todo el Poder Ejecutivo para aprobar odiosas medidas discriminatorias a su favor, convirtiendo la desventaja de la pandemia en un beneficio propio.
Este fue el único sector favorecido con la posibilidad de afectar la calidad del servicio con tal de evitarles pérdidas por la disminución del pasaje.
Se les autorizó a reducir a la mitad el número de unidades en funcionamiento y el número de carreras y aumentar la ocupación del 40 % al 100 %.
Seguramente, por decreto, se prohibió a la covid-19 contaminar a los pasajeros hacinados.
Complementado con la reducción o suspensión de jornadas de su personal, sería fácil intuir cómo el posible perjuicio pudo haberse transformado en interesantes beneficios sin variar las tarifas, algo que es contrario a la ley.
Por otro lado, se emitió, a golpe de tambor, la prórroga para el pago de los cánones adeudados a la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), se les redujo el monto del marchamo y se les amplió estos beneficios hasta el 2021.
Es extraño el afán de algunos diputados y del gobierno de incluir en las sesiones extraordinarias el expediente 22064, para perdonarles el 25 % del canon y permitirles el pago del resto en abonos de polaco.
Esos montos de regulación y circulación no los pagan los empresarios, sino los usuarios, porque están cargados, como extra, en la tarifa de cada ruta.
¿Saben esto los diputados? Estrictamente hablando, si a los empresarios de buses se les exime de algunos pagos, debería traducirse en una rebaja de las tarifas para devolver el dinero a los pasajeros.
Autocontrol. Gravísima es la intención obvia de debilitar la regulación y la posibilidad de controlar su actividad, en claro perjuicio de los usuarios.
Si la Aresep no controla sus finanzas, actualiza los modelos y evalúa la calidad del servicio, mejor para ellos.
En estudios realizados en el 2016, se determinó la prevalencia de tarifas exageradas en varias rutas seleccionadas al azar, algunas hasta con un 40 % de exceso.
Sistemáticamente, el sector se ha opuesto a una fijación ordinaria general de tarifas para ajustarlas al valor correcto y lo ha logrado. Ha impuesto el uso de sus datos para determinar el número de pasajeros, elemento crucial de las tarifas.
Ha descarrilado, desde el 2007, con todo tipo de argucias, los intentos por implantar el pago electrónico, medio idóneo para contar los pasajeros.
Según lo manifestado por el director del Consejo de Transporte Público (CTP), órgano controlado por los autobuseros, se proyecta trasladar la fijación tarifaria a ellos mismos.
Esto es gravísimo, pues se violarían todos los principios básicos de regulación, independencia y eficiencia, y regresaríamos a los años sesenta y setenta, cuando ellos definían sus propias tarifas.
Convendría pedir criterio a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre semejante disparate. ¡Vamos para atrás!
El autor es economista.