CAMBRIDGE – Con cada día que pasa, la crisis financiera global del 2008 se va pareciendo cada vez más a un mero ensayo para la catástrofe económica actual.
El derrumbe inmediato de la producción mundial que ya está en curso parece destinado a ser comparable o superior a toda recesión de los últimos 150 años.
Incluso con los decididos esfuerzos de bancos centrales y autoridades fiscales para suavizar el golpe, los mercados de activos en las economías avanzadas se derrumbaron y los capitales huyen de los mercados emergentes a una velocidad pasmosa.
Nada evitará una profunda desaceleración económica y una crisis financiera. La pregunta clave ahora es cuáles serán la gravedad y duración de la recesión.
Mientras no se sepa cuán rápida y completa será la solución del desafío sanitario, es casi imposible para los economistas predecir cómo terminará la catástrofe.
A la incertidumbre científica en relación con el coronavirus se le agrega la incertidumbre socioeconómica en torno a la conducta de las personas y de las autoridades en las próximas semanas y meses.
Al fin y al cabo, el mundo está experimentando algo similar a una invasión extraterrestre. La determinación y la creatividad de la humanidad triunfarán. Pero ¿a qué costo?
En el momento de escribir estas líneas, los mercados se muestran cautamente esperanzados en una recuperación rápida, tal vez a partir del cuarto trimestre de este año. Muchos analistas señalan la experiencia china como un preanuncio alentador de lo que puede esperar el resto del mundo.
Pero ¿se justifica realmente esa mirada? Pese a cierta recuperación del empleo en China, no está claro cuándo regresará a niveles similares a los de antes de la covid‑19. E incluso con una recuperación plena de la actividad industrial china, ¿quién comprará esos bienes si el resto de la economía global se hunde? En cuanto a Estados Unidos, regresar al 70 % o el 80 % de la capacidad parece un sueño lejano.
Ahora que la contención del brote en Estados Unidos ha sido un fracaso rotundo, pese a tener el sistema sanitario más avanzado del planeta, para los estadounidenses será sumamente difícil regresar a la normalidad económica si no se dispone de una vacuna, algo que podría demorar un año o más. Ni siquiera es seguro cómo se las arreglará Estados Unidos para celebrar la elección presidencial de noviembre del 2020.
Por el momento, los mercados parecen hallar alivio en los inmensos programas de estímulo en Estados Unidos, fundamentales para proteger a los trabajadores y evitar un derrumbe del mercado. Pero ya es evidente que se necesita mucho más.
Si esto fuera un pánico financiero común y corriente, una inyección masiva de estímulo fiscal a la demanda resolvería muchos problemas. Pero el mundo está experimentando la pandemia más grave desde el brote de gripe ocurrida entre 1918 y 1920. Si esta vez muriera otro 2 % de la población mundial, la cifra de defunciones llegaría a unos 150 millones de personas.
Felizmente, es probable que no se llegue a semejante extremo, vistas las medidas radicales de confinamiento y distanciamiento social adoptadas en todo el mundo.
Pero mientras la crisis sanitaria no esté resuelta, la situación económica será muy sombría. E incluso después de la reanudación de la actividad económica, el daño a las empresas y a los mercados de deuda tendrá efectos duraderos, especialmente si se tiene en cuenta que antes de la crisis el nivel global de endeudamiento ya estaba en cifras récord.
Es verdad que los gobiernos y bancos centrales han provisto protección a amplias franjas del sector financiero con medidas tan minuciosas que casi parecen chinas, y tienen poder de fuego suficiente para hacer mucho más si fuera preciso. Sin embargo, el problema es que no solamente tenemos enfrente un shock de demanda, sino también un inmenso shock de oferta.
Las políticas de apoyo a la demanda ayudarían a aplanar la curva de contagios en la medida en que facilitan la permanencia de las personas en sus hogares, pero su capacidad de sostener la economía es limitada si, por ejemplo, el 20 % o el 30 % de la fuerza laboral estuviera en aislamiento buena parte de los próximos dos años.
Y todavía no he mencionado la enorme incertidumbre política que ocasionaría una depresión global. Así como la crisis financiera del 2008 condujo a una profunda parálisis política y alentó el surgimiento de una camada de líderes populistas antitecnocráticos, es previsible que el fenómeno de la covid‑19 lleve a disrupciones todavía más extremas.
La respuesta sanitaria en Estados Unidos ha sido catastrófica debido a una combinación de incompetencia y negligencia en muchos rangos del gobierno (incluido el más alto). De mantenerse la trayectoria actual, la cifra de muertes solo en Nueva York superaría a la de Italia.
Claro que es posible imaginar escenarios más optimistas. Con testeos a gran escala, sería posible determinar quién está enfermo, quién sano y quién inmunizado y se encuentra en condiciones de volver a trabajar. Ese conocimiento sería invaluable. Pero también Estados Unidos tiene una tremenda insuficiencia de recursos de testeo, que se debe a muchos años de incorrecta fijación de prioridades y mala gestión en varios ámbitos.
Incluso sin una vacuna, cabe la posibilidad de que la economía vuelva a la normalidad en relativamente poco tiempo si rápidamente se ponen en marcha tratamientos eficaces. Pero, sin testeos a gran escala ni una idea clara de lo que será la “normalidad” en un par de años, será complicado persuadir a las empresas de invertir y tomar personal, especialmente cuando prevén una subida de impuestos cuando todo termine.
Y que las bolsas hasta ahora hayan perdido menos que en el 2008 se atribuye exclusivamente a que todos recuerdan el rebote de las cotizaciones durante la recuperación. No obstante, si fuera cierto que aquella crisis apenas fue un ensayo para esta, los inversionistas no deben esperar un rebote rápido.
En unos pocos meses, los científicos sabrán mucho más acerca de nuestro invasor microscópico. La propagación del virus en el territorio de Estados Unidos dará a los investigadores de este país acceso directo a datos y pacientes, en vez de tener que basarse exclusivamente en información china de la provincia de Hubei.
Solo cuando la invasión haya sido derrotada, será posible evaluar el costo del cataclismo económico que dejará tras de sí.
Kenneth Rogoff: ex economista principal del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.
© Project Syndicate 1995–2020