En estos días, cuando lo doméstico nos envuelve con su espacio, sus objetos y sus prácticas, pienso en cuántos rituales nuevos vamos adquiriendo a cambio de perder otros, como las prácticas de compra, de ocio y de celebración, entre muchos otros.
La reducción de los movimientos humanos ha dado pie al surgimiento de rituales nuevos o casi olvidados. Rituales más discretos, pero igualmente simbólicos y poderosos, quizás por ser precisamente hechos más a nuestra medida.
Rituales que, literalmente, abarcan solo un baño, una cocina o un jardín, como zonas de realización creadas con el ánimo de hacer del encierro un lugar más manejable y esperanzador.
Son pequeños rituales diarios: desde limpiar rincones que nunca vieron plumero y merodear por cajones que nunca abrimos hasta percatarnos de que a la mayoría de las medias les falta el par y el hilo del tejido de los paños ya se transparenta.
Reposicionamiento. Rituales que nos posicionan en el mundo personal de nuevo y en una relación más económica e inmediata con la realidad. Tanto así que retomamos el territorio de la cocina con la pasión de un químico y la alegría de un estomago en vísperas de ser satisfecho.
Cocina que en estos días recupera su perdido protagonismo como lugar de intercambio de historias. Sobre todo, cuando nos ponemos a cocinar aquellas recetas que hacían los abuelos, los padres o las tías, o bien, para evitar las salidas al supermercado, decidimos encender de nuevo el horno y hacer el pan de cada día.
Entonces, sacamos todas las recetas, vemos videos en YouTube y, como si se tratara de una nueva religión, limpiamos y preparamos la mesa donde ponemos la levadura, el aceite, el agua tibia en su recipiente, la harina y el colador, y ya dispuestas a la labor nos frotamos las manos con la misma devoción con la que se dispone un gánster a contar su dinero o un cura antes del acto de la consagración.
Amasamos sin prisa, sabiendo que el pan no será perfecto ni muy redondo ni muy suave ni muy dorado.
Será el pan del jardín, como me gusta llamarlo, por haber sido creado con la misma disposición y energía con la que crecen las plantas domésticas, cambiándonos el día con su olor familiar de handcrafted colado por cada rendija de la casa.
Y, también, porque nos recuerda otros panes antiguos, como las hogazas medievales, las tortas africanas o el de la última cena donde Jesús comparte con sus discípulos migajas, mentiras y esperanzas.
Comunión personal. Pan de jardín que llevamos a la boca en la intimidad de nuestras casas, como símbolo de una comunión personal con la vida, sin más divulgación que la auténtica necesidad de alivio y la palabra olvidada del siglo XI en su versión auténtica: fe.
Comulgar por el bien común en cada bocado que nos libera de ser solo consumidores de una larga cadena rota para empezar a ser generadores de nuevos rituales de vida es, por lo menos, lo que deseo cada vez que parto el pan y pienso en un mejor futuro para todos.
Originalmente, comulgar significa comunicar y transformar lo común. Lo que une. Comunicar lo que transforma es compartir lo que nutre y aviva. Lo que nos mantiene con significado y ganas de transformar lo que sea necesario para lograr un bien común.
Así, que no solo hemos perdido rituales y bienes. En estos tiempos, como sucedió al final del siglo de las pestes con el advenimiento del nuevo siglo del Renacimiento, estamos creando otros nuevos.
Amasar, cuidar, calentar el horno, ver crecer la masa y esperar el tiempo justo puede ser un buen ejemplo para ir al encuentro con otro ritual perdido que recuperamos en estos días, y nos indica que son muchas las ceremonias que urge recuperar, que son muchas las celebraciones y tradiciones que urge adecuar para restituir el tiempo al tiempo mismo, el pan al hambre, el corazón al mundo y las plantas al aire.
La autora es filósofa.