Página quince: Mutación en la geopolítica nuclear

No dudo de que el reloj del juicio final se acerque pronto unos segundos más a la hora cero. Para frenarlo y hacerlo retroceder, ningún esfuerzo estará de más.

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En 1947, el Boletín de los Científicos Atómicos, organización pacifista fundada por varios participantes en el Proyecto Manhattan, del que surgió la bomba atómica, activó su Doomsday Clock, o reloj del juicio final.

Es un eficaz recurso para mostrar cuán lejos o cerca estamos de una posible catástrofe universal, simbolizada por la medianoche.

Comenzó marcando siete minutos para esa hora, y en sus 72 años de historia ha sido adelantado o retrasado en 23 ocasiones. Cuando más se alejó del límite fue en 1991 (23 minutos), año en que Estados Unidos y la Unión Soviética (poco antes de desaparecer) firmaron el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (Start, por sus siglas en inglés). La Guerra Fría había terminado.

El momento más cercano a la fatídica medianoche del reloj había sido marcado en 1951, a las 11:58. Era una época de gran incertidumbre global y enormes tensiones este-oeste. Pero en el 2018 volvimos a esa hora, y allí seguimos. Más aún, no me sorprendería que el próximo cambio sea para mal: al “riesgo existencial” del conflicto nuclear los científicos han sumado el del cambio climático, ambos agudizados por las guerras informáticas y los retrocesos en la gobernanza internacional. Por algo el Boletín habla de una “nueva anormalidad”, con todos los riesgos que implica.

Adiós, NIF. El más reciente retroceso se produjo el pasado 2 de agosto, cuando expiró, y no fue renovado, el Tratado de Eliminación de Fuerzas Nucleares Intermedias (conocido como NIF), firmado en 1987 por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, que prohibió la construcción y despliegue de misiles nucleares terrestres con alcance entre 500 y 5.000 kilómetros. El acuerdo no puso límites a los transportados por submarinos o aviones.

Meses antes de que feneciera, Donald Trump anunció la salida de Estados Unidos, que fue emparejada por Vladimir Putin. En este caso no estamos ante una ocurrencia más del presidente estadounidense. Se trata de una decisión pensada por años, que responde a tres variables esenciales: las reiteradas evidencias de su violación por parte de Rusia, que ha desarrollado (pero no desplegado) una nueva generación de misiles intermedios; el carácter bilateral del acuerdo, pensado cuando China tenía muy poco músculo tecnológico y militar, y la inquietud de Estados Unidos por el despliegue nuclear de la superpotencia emergente.

De hecho, la expiración del acuerdo abre para los estadounidenses la posibilidad de desarrollar y colocar en Asia modernos misiles de alcance medio para contener a China. A los rusos se les facilitará lo mismo de cara a Europa, y aunque el 6 de agosto Putin dijo que no haría nada que amenace a sus vecinos, a menos que los estadounidenses coloquen misiles cerca de su frontera, sobran razones para desconfiar de sus promesas; también, de la prudencia de Trump.

Al eliminarse, con la expiración del NIF, un pilar esencial de la contención nuclear, será imposible evitar una nueva carrera en su ámbito de cobertura, con severo deterioro para la estabilidad internacional. A ello se suma que, en años recientes, Estados Unidos, Rusia y China se han dedicado a modernizar sus arsenales nucleares dentro de los límites numéricos establecidos por otros tratados.

Desafíos múltiples. Pero las amenazas, así como los hechos consumados, van mucho más allá.

En mayo del pasado año, Trump abandonó el acuerdo nuclear multilateral firmado con Irán en el 2015 y ordenó una escalada de sanciones en contra de esta república islámica. El resultado ha sido un recrudecimiento de las tensiones en el Cercano Oriente y la posibilidad de que los iraníes decidan, a corto plazo, renunciar a los compromisos de contención más relevantes. Entre las consecuencias podrían estar una carrera nuclear con Arabia Saudita y acciones militares israelíes o estadounidenses.

Las reuniones mediáticas entre Trump y el dictador norcoreano, Kim Jong-un, hasta el momento no han rendido frutos tangibles. La tensión entre la India y Pakistán, países nucleares, alrededor de Cachemira, ha aumentado. Las “cumbres” sobre seguridad de los materiales nucleares, que se desarrollaron durante la presidencia de Barack Obama con el propósito de evitar que pasaran a grupos o países terroristas, fenecieron en el 2016.

Todo lo anterior es razón para incrementar la inquietud, pero el desafío más crítico llegará dentro de 18 meses, cuando expire la nueva versión del tratado Start que habían suscrito en el 2010 Obama y Dmitry Medvédev, entonces presidente ruso. A menos que se produzca una renovación por cinco años, colapsará el más importante acuerdo sobre armamentos nucleares estratégicos, y se abriría una caja de Pandora aún más temible que la del NIF.

Lo ideal sería que, ante amenazas tan palpables para la humanidad, Rusia, Estados Unidos y China negociaran un nuevo tratado sobre misiles intermedios; también, que Washington y Moscú renovaran el Start. Sin embargo, la creciente desconfianza entre ellos, aunada a un claro desdén por la diplomacia metódica como instrumento para mantener la estabilidad internacional, hace muy difícil que se logre.

Mutación y futuro. Nos enfrentamos, entonces, a una profunda mutación de la geopolítica nuclear, alimentada por tres tránsitos esenciales:

1. De una considerable “estabilidad del terror” cosechada a lo largo de décadas de protocolos y acuerdos soviético-estadounidenses, a una nueva inestabilidad generada por el vencimiento de tratados clave y la falta de voluntad para renovarlos.

2. De un abordaje anclado en la bipolaridad goestratégica de la Guerra Fría, a la emergencia de nuevos actores, en particular China, con capacidad y exigencias para proyectarse militarmente más allá de sus límites tradicionales.

3. De una cuidadosa estrategia multilateral de Estados Unidos, con énfasis en la acción conjunta con sus aliados europeos y asiáticos, a un repliegue hacia las transacciones focalizadas, con poco arraigo en normas e instituciones.

En un contexto como este, ¿qué impacto tendrán los esfuerzos más ambiciosos en pos del control y el desarme, en particular el Tratado de Prohibición de las Armas Nucleares suscrito en el 2017, en el cual Costa Rica tuvo un destacado protagonismo?

A corto plazo, me temo que muy poco o ninguno: los países nucleares y los aliados que dependen de ellos para su seguridad han desdeñado el acuerdo; además, el eje de sus preocupaciones está enfocado en las nuevas amenazas.

Sería absurdo desdeñar esta realidad. Sin embargo, igualmente lo sería abandonar los esfuerzos en pos de la contención y eventual desaparición de las armas nucleares. Quizá el Tratado tarde décadas en ejecutarse plenamente, o nunca logre hacerlo, pero al menos hay que insistir en trasladar el debate nuclear de las doctrinas de seguridad, monopolizadas por los estrategas militares, a las preocupaciones por el catastrófico impacto humanitario de estas armas, que nos afecta a todos.

No dudo que el reloj del juicio final se acerque pronto unos segundos más a la hora cero. Para frenarlo y hacerlo retroceder, ningún esfuerzo estará de más. Si se ha podido en otras épocas, en esta también sería posible.

eduardoulibarri@gmail.com

El autor es periodista.